Capítulo 38

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Esa noche yo soñé con Clementine. Pero aquel sueño fue como revivir algo que me había pasado en la vida real.

Yo estaba mirando el cuadro en su habitación. Era una réplica barata de El Grito de Edvard Munch. A Clementine le resultaba adictivo verlo y analizarlo. Era su pintura de arte favorita. Esa vez ella estaba dibujando en su escritorio. Tenía dos trenzas hechas cuidadosamente por mi madre. Había cumplido trece años, todavía lo recuerdo.

—¿Qué estás dibujando? —pregunté. Me acerqué sigilosamente hacia ella. Varias hojas llena de dibujos hechos con líneas desordenadas y garabatos violentos perlaban la textura blanca y lisa de la hoja. Aquellos garabatos tenían formas, formas y mucha vida frente a mis ojos. Eran cinco dibujos. En uno había un rostro femenino con una sonrisa gigante; luego en el siguiente había un rostro angustiado, en el otro había un rostro lleno de tristeza con lágrimas en las mejillas. Los últimos dos eran de una cara neutra y la otra llena de impotencia.

—Mira —Clementine dijo con una sonrisa natural, señalando cada dibujo—. Este representa la alegría y la euforia, este otro representa la angustia y el llanto silencioso. Este otro representa la tristeza y la desesperación. Este representa la falta de sentimientos pero que por dentro está sangrando. Y luego, el último, representa la cólera y la furia.

Me miró, con sus ojos verdes brillando de un sentimiento extraño que jamás pude comprender.

—Esta es mamá —dijo después, bajando los párpados, señalando el dibujo que representaba la tristeza—. Y este es papá.

Señaló el dibujo de la cólera.

«¿Los gritos de tu mente son los que más te afectan?», pensé dentro de mi mente.

Miré los dibujos con atención. Todas las caras me resultaban femeninas, eran fascinantes, porque demostraban tantos sentimientos con aquellos ojos y bocas formadas en garabatos que me provocaban un nudo en la garganta. Ella cuando decía quién era quién, significaba los sentimientos que representaban aquellos dibujos, no los rostros dibujados. Todos los rostros me resultaban familiares.

—Allí estás tú —me dijo. Y señaló el dibujo del rostro neutro—. Eres tú. Por fuera, sin sentimientos pero sangrando por dentro.

Tragué saliva. Se me aceleraba el corazón. Porque ella sabía tanto.

—Y estos dos, soy yo —dijo, señalando el dibujo del rostro alegre y angustiado—. Pero básicamente, todos estos dibujos, me representan a mí.

Me quedé sin aliento, cuando lo dijo. Ella ya entendía la gravedad de lo que padecía ya sin que le explicaran el por qué. Nadie te tiene que decir el por qué cuando lo vives en carne propia.

Se quedó mirando así, los dibujos por varios minutos en silencio. Yo apoyé mis manos en sus hombros y planté un beso en su mejilla. Los rasgos en los rostros de los dibujos me resultaban familiares porque Clementine se había dibujado a sí misma.

—Todo lo que te representa, eres tú. Mi hermana. Mi alma gemela. También me representa a mí, ¿sabes?

Ella sonrió, con calidez.

—Puede que sí —dije y ella sonrió—. Puede que sí.


Yo pensaba que todo lo que había vivido había sido un sueño. Que Clementine jamás había muerto, que yo volvía a verla frente a mí, luchando consigo misma para seguir adelante.

Pero ella comenzó a desvanecerse de mis manos. En mi sueño ahora, yo lloraba desconsoladamente, porque parecía que su vida era arena escurriéndose entre mis dedos.

Clementine se había ido de nuevo. Siempre se va.

Después de tanto tiempo, tu ausencia aún me duele.

Cuando los ángeles merecen morirWhere stories live. Discover now