Capítulo 37

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Viernes 13 de Diciembre, 2013


Me di cuenta tiempo después de que jamás iba a ir a un psicólogo, o cualquier profesión que se encargase de hacerme olvidar de cosas traumáticas en mi vida. Nadie te puede hacer olvidar de nada, las heridas nunca se curan. Las heridas se cauterizan y cicatrizan, pero ellas siguen allí, te duelen, y puede que en cualquier momento se vuelvan a abrir.

El verano había comenzado su curso. El calor sofocante se me hacía insoportable, el sudor recorriendo mi piel me daba la sensación de tener suciedad cubriendo todo mi cuerpo. Pero aquel día me estaba acostumbrando poco a poco a los intensos rayos del sol. Me recogí el cabello en una alta coleta y me coloqué una gorra azul en la cabeza. Caminé a paso ligero por las calles infestadas de gente apresurada que se detenía para ver las vidrieras de las tiendas de ropa. No levanté la vista, porque no quería que la gente me reconociese y me dijera palabras que no podrían devolverme lo que había perdido.

La gorra me tapaba la mitad de la cara, así que no tenía que usar mi cabello con aquel calor irritante. Tenía en cuenta de que apenas era mediodía.

Cuando llegué a la casa de Jesse, toqué dos veces la puerta.

Me quedé absorbiendo el silencio de aquella parte del barrio, porque no había mucha gente allí que le apeteciera salir. Todos los que vivían en el barrio eran ancianos jubilados o empresarios que nunca pisaban el suelo de sus casas lujosas.

Se me hacía extraña tanta espera. Yo iba a visitarlo a su casa de vez en cuando, al igual que él a la mía.

Insistí, tocando la puerta otra vez con mi puño. Ni siquiera los rasguños de Marley en la puerta me avisaban que Jesse estaba acercándose. Me asomé en unas de las ventanas delanteras que daban hacia la entrada de la casa, pero las persianas estaban bajas. Rodeé la casa, con los oídos agudizados para detectar cualquier sonido. De pronto, sospeché un montón de cosas.

A Jesse le podría haber ocurrido algo, o simplemente no estaba en casa. Pero no me fui de allí. Busqué en las macetas de la entrada por alguna llave, o debajo de la alfombra. Pero allí no había nada.

Miré el piso de arriba. La ventana estaba abierta. Miré alrededor, en busca de algo que me ayudara a llegar hasta allí arriba. 

Había un árbol.

Recuerdo que me quedé varios minutos, paralizada por un momento por todos los recuerdos vertiginosos que me agolparon en la cabeza. Fue como un balde de agua fría, porque todo lo que recordaba de los árboles era a mí misma trepándose por las ramas en las noches frías, para poder ver a Clementine dormir o intentar hacerlo. Todavía podía oír sus risas y sus sollozos en mi mente.

Tragué saliva y subí rápido entre las ramas. Se me hacía extraño, porque había perdido la práctica. Trepar era otra de las cosas que a mí más me gustaban. Cuando íbamos de vacaciones a las montañas o a los cañones, yo trepaba incluso a grandes kilómetros de altura. Yo me sentía libre cuando trepaba, cuando veía todo el mundo debajo de mis pies y el aire azotándome la cara. Yo sabía muchos trucos sobre trepar; como usar la fuerza de tus piernas para subir y tus manos para sostenerte.

Cuando llegué hasta arriba, tenía a pocos metros la ventana abierta de la casa de Jesse. Me estiré todo lo que pude, enredando mis piernas contra una rama gruesa y sosteniéndome del borde de la ventana para impulsarme hacia adelante. Al soltarme, mis piernas impactaron con fuerza contra la pared de granito. Lancé un gemido de dolor, pero me metí torpemente dentro. Parpadeé varias veces, para que mis ojos se acostumbraran a la tenue luz de la casa. Aunque todo parecía demasiado silencioso, había un desorden reciente y algunas cosas cambiadas de su lugar. Era la habitación de Jesse, recordé. Él era cuidadosamente ordenado.

Cuando los ángeles merecen morirWhere stories live. Discover now