Capítulo 23

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Estabas en primero de primaria. Todos los niños dibujaban. Transformaban el sol y las nubes en una cara sonriente. Dibujaban paisajes verdes y coloridos, con sus hogares y a sus seres queridos rodeándolos.

Tú dibujabas sola, en un lugar apartado de ellos.

Dibujabas a mamá y papá discutiendo. Me dibujabas a mí, con lágrimas de hielo. Porque tú decías que yo no lloraba, que no podía llorar, porque las lágrimas se congelaban antes de poder terminar de derramarse de mis mejillas.

Te dibujabas a ti, con varias caras diferentes.

Cuando te preguntaban el por qué de aquellos dibujos, tú respondías; «Yo lo sé, yo lo veo todo.»

Los niños te criticaban, se asustaban de tus dibujos, pero siempre te describían con palabras crueles.

Yo no tardaba en enterarme. En aquellas noches de verano, nos recostábamos en la hierba para mirar el cielo oscuro perlado de estrellas. Te volvías para verme despacio, con tus ojos bañados de tristeza. Me lo contabas todo. Extendía mi mano para acariciarte la mejilla.

-¿Cómo pueden llegar a ser tan monstruosos? -decía.

¿Por qué razón?

-Algún día les haremos pagar por ello. -Apretaba tu mano con fuerza, para que me sintieras cerca-. Algún día van a pagar todo lo que te han hecho.

-Lo sé -decías-. Lo creo.

Nos quedábamos un rato mirando el cielo, en busca de algo que nunca iba a aparecer.

-Mira. -Señalabas el cielo con expresión neutra-. Allí están el abuelo y la abuela. Al igual que la tía. Y todos los que se han ido.

Nuestros ojos miraban el universo extendiéndose delante de nosotras.

-Ellos son estrellas. Ahora ellos son estrellas en el cielo.

Clementine, yo siempre supe que tenías razón. Nunca lo he dudado.

Porque ahora hay una nueva estrella en el cielo.

Tú.

Cuando los ángeles merecen morirWhere stories live. Discover now