Capítulo 10

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Estaba sentada en el borde de la cama, intentando leer «El guardián entre el centeno». Crucé mis piernas desnudas por debajo de mí, suspirando con fuerza. Había tanto silencio que no lo soportaba. Estaba harta de esta allí, estaba harta de no poder ir hacia el comedor para tomar un vaso de agua. Estaba castigada por lo que se supone que había hecho.

La puerta de mi habitación se abrió de par en par. Las luces estaban apagadas, pero tenía una mesa de luz pequeña con una lámpara encima de ella junto a mi cama. Proyectaba una luz muy tenue, pero era lo único que habían podido conseguirme.

Alcé la vista para enfocar mis ojos hacia la puerta abierta. Un cuerpo alto y fornido se distorsionó por la luz que alumbraba desde el pasillo. Al principio parecía una sombra gigantesca, como la muerte en persona, pero luego descubrí que era mi padre. El contorno de su cuerpo era muy familiar hasta para reconocerlo a distancia. Todavía llevaba la ropa del trabajo, pero en aquel momento estaba arrugada, demasiado desarreglado para ser él, el «perfecto padre abogado». La corbata que rodeaba su cuello tenía el nudo desatado, colgando con su larga textura hasta la parte de arriba de sus muslos. Tenía la camisa fuera de sus pantalones altos, y no estaba calzando nada en los pies.

Una brisa fría recorrió desde el pasillo hasta dentro del dormitorio, provocándome un estremecimiento en mis brazos desnudos. La brisa trajo un aroma a alcohol consigo.

-Papá -dije.

Estaba ebrio. Había estado tomando nuevamente. Por el momento no sabía si sentirme decepcionada o feliz por eso.

Él era colérico o lleno de ira la mayoría del tiempo, cuando estaba sobrio.

Pero cuando estaba ebrio, él...

-Lo siento tanto -balbuceó.

Corrió hacia mí. Se puso de rodillas, colocando sus manos en mis piernas extendidas. Enterró su cabeza en mi regazo, con sus hombros dando sacudidas por su llanto desconsolado.

-Ya, papá -susurré levantándolo del suelo-. No llores.

-Te golpeé tan fuerte -dijo acariciando mi mejilla adolorida, su rostro rojo y contraído por el llanto-. Soy un monstruo.

-No, papá -dije con voz infantil, para que él me recordara de pequeña, para que él dejara de sentirse angustiado y volviera a ver la niña pequeña que había sido-. Tú no eres un monstruo.

Acaricié su cabeza calva. Sus labios temblaron tanto que tuve que reprimir las ganas de taparle la boca con las manos para no verlo así.

Lo comprendía, porque se la pasaba todo el día trabajando para darnos de comer, para conseguir los medicamentos necesarios. Estaba cansado, angustiado. Lo que le pasaba a Clementine era como una bola de demolición, tirando abajo las murallas que con tanto esfuerzo habíamos construido.

-Soy un monstruo -susurró-, soy un monstruo...

Mi castigo había sido levantado. Mi padre, se desvaneció, echándose a dormir en mis brazos. Conté los escasos minutos para que él por fin quedara dormido profundamente y parase de llorar tanto. Lo acomodé en mi cama, tapándolo con las sábanas de algodón. Permanecí frente a él, mientras dormía, con la saliva derramándose fuera de su boca abierta. Pequeñas arrugas surcaban en su rostro como expresiones que quedarían en su piel permanentemente.

No podía odiarlo.


«Un hombre roto. Un alma rota.»


Cerré la puerta detrás de mí. Con un suspiro de cansancio, me dirigí hacia la cocina, con los ruidos de las cacerolas entrechocándose entre sí y la puerta del refrigerador cerrándose de golpe. Un susurro extraño permanecía en el alboroto que se oía desde la cocina. Mi madre estaba sollozando.

Cuando los ángeles merecen morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora