Capítulo 6 🎻

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  Digamos que terminar casi desnucada acostada sobre la alfombra del cuarto de Rosario no es lo que imaginaba para ese domingo a la noche. Los domingos son en casa, rutinarios, comer algo con Aitana si está, peli y a la cama para levantarme temprano el lunes. Una y otra vez, y otra vez y otra más cada domingo. Pero este no.

  En medio de la bronca por lo de la infeliz del club, Rosario me mandó un audio para avisarme que sus papás salían a cenar a lo de unos amigos, si quería ir a dormir a su casa y quedarme con ella. No me gusta mucho ir a dormir a otro lado. Me gusta mi casa, mi cama. Pero no me soportaba ni yo. Y a veces tengo la sensación de que si estoy triste, el cuarto se vuelve triste y me comprime, me ahoga, me expulsa. Y me fui. Me di una ducha, le avisé a mamá, agarré la bici. Esa sí es la única novedad que tengo desde el año pasado. Uso la bici. Y pedaleé hasta la casa de Rosario. 

  En esas cuadras me di cuenta de que había hecho bien. Anochecía. El aire fresco en la cara. Cuando llegué los papás de Rosario estaban por salir. Nos quedamos en la cocina charlando mientras tomábamos mate. Podemos tomar termos enteros sin cansarnos. Me propuso hacer una pizza. Para mí pizza siempre está bien. Me contó de la noche anterior, había salido con Pablo. Siguen de novios, Pablo es lo más. Un montón de salidas voy con ellos, no tienen problema en buscarme, llevarme, en compartir, y eso lo valoro muchísimo, perfectamente podría decir: "Bueh todo bien con Rafaela pero que se quede en su casa o que se consiga su propio novio". Y no. Vamos al cine, a jugar al bowling, a bailar. Ellos y yo.

  Los padres de Rosario finalmente se fueron y empezamos a preparar la pizza y a ver qué le poníamos arriba, bien cargadita, de todo un poco. Y ahí fue que Rosario me preguntó si quería una cerveza. Y no es que no tomemos de vez en cuando. Tomamos. Pero ese instante se sintió distinto. Le dije que sí. Sacó un par de la heladera, chicas, bien frías. Las abrió y tomamos del pico sentadas mientras esperábamos para sacar la pizza del horno.

  Se sintió distinto a siempre. Como si fuéramos más grandes. Porque lo somos, obvio, pero tampoco es que somos tan grandes. Ahí caminando en ese borde entre el secundario y el salto de la universidad. Todo el año se fue sintiendo así desde el acto del primer días. Tanto te repiten que es el último año, que elegir la carrera, que separarte de los compañeros, que estoy segura de que fue eso lo que me hizo salir corriendo mientras hablaba la directora por detrás de todos los cursos y vomitar en la puerta del salón de actos. Divino. Sentí que me hundía hasta el centro de la Tierra. No podía estar pasando eso delante de todo el colegio. Ok, no me habían visto porque mi organismo tuvo la delicadeza de aguantar a que cruzara la puerta, pero la mitad de mi cuerpo arqueándose lo habían visto todos. Estoy segura de que eso y no todo lo que comí a la noche anterior de lo tensa que estaba. No quería empezar quinto, no quiero terminar quinto. No quiero. 

  En ese momento Rosario fue la primera que reaccionó y salió corriendo a ayudarme. Me acompañó a casa cuando nos largaron y seguí vomitando cada dos o tres cuadras, en un cantero, en el medio de la calle. La vergüenza que tenía, pero cualquier cosa antes que llamar a mamá. Lloraba de la bronca, y vomitando en un cantero le pedí a Rosario que me alcanzara una servilleta, un pañuelito, algo para limpiarme. Ella salió corriendo y la vi volver con un papel de regalo como barrilete en su mano. Se me caían las lagrimas y me empecé a reír. No me podía dar un papel de regalo para limpiarme. No daba pero era lo único que había conseguido. No podíamos dejar de reírnos. Y reírnos es de las mejores cosas que nos pasan.

  Sentadas hablando del sábado, tomando una cerveza, se sentía bien. Y mientras comíamos Rosario me preguntó si quería una copa de un vino que ya estaba abierto. Y sí. Una copa. Dos. No tomamos vino habitualmente y puede que tampoco fuera eso. Nos empezamos a reír. Lavamos los platos y subimos con la botella a su cuarto. Pusimos música fuerte en la compu y bailamos descalzas. Rosario tiene la mejor alfombra del mundo, una con pelos largos y suaves. Y puede que fuera eso además del vino y la cerveza, eso y la música. Y sentir que somos grandes y que no somos más que las que éramos en el acto de jardín cuando nos hicimos amigas.

  Nos acostamos en la alfombra mirando el techo. Rosario tiene una bola de espejitos, chiquita, en un costado, que hacía luces intermitentes sobre nosotras. Nos quedamos charlando y riéndonos de las cosas más absurdas, le conté lo de la infeliz. Me miró con sus ojos intensos y me dijo:

    —¿Qué vamos hacer con eso?

  Y a mí me dio risa. Como si fuéramos a matarla. Y no podía dejar de reírme de su cara que parecía un Garfield con sueño y de repente abría los ojos sacada y me preguntaba "¿qué vamos hacer con eso?". Planeamos un par de venganzas. A mí lo de planear me sale bastante bien. Estaría teniendo un problema de ejecución. Y nos fuimos quedando en silencio y, así, mirando las luces intermitentes del techo y acariciando los pelos de la alfombra, me di cuenta de que estaba un poco alegre. Levemente. Y se sintió bien. Sí. Todo estaba difuso. Todo lo que no existía realmente en mi vida estaba difuso y no importaba. No me preocupaba, ni me dolía. Papá, Simón, mi futuro, los infelices que pensaban que yo no era como debía ser, y lo que debía o no ser, los pensamientos no existían. Solo era eso. Presente. Saber que estábamos juntas. Y que estaba la risa. Risa combate domingo.


Intermitente RafaelaWhere stories live. Discover now