Capítulo 30 🎻

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  No me rompí nada. Leí la carta y sigo entera. A veces parece que uno se va a quebrar del dolor. Dice Aitana que si uno no se resiste, el dolor pasa. De dónde sacó tanta sabiduría, no tengo la menor idea.

  Atravesamos la ciudad en el auto, lo que me hizo pensar que es hora de que aprenda a manejar y deje de ser a la que llevan.

  Aitana salió a la ruta. Cuando le pregunté adónde íbamos, negó con la cabeza. En cambio me pidió que abriera toda la ventanilla y en un momento en que quedamos solas en la ruta me dijo: "Ahora, aullemos". Su aullido sonó. El mío era un maullido de gato bebé. Me contó que es algo que hace desde que maneja, se va sola a algún lugar desierto, abre la ventana y grita en el viento. Tenía que venir a pasarme todo lo que me había pasado ese día para poder ver a mi hermana como si fuera otra. Aullamos otra vez. Y ahí sí, grité con todo y sentí que en medio del grito me aliviaba. No alcancé a decirle nada porque cuando entré la cabeza, me dijo:

  —¿Viste? Terapéutico.

  Manejó hasta los molinos eólicos. Aitana los ama desde siempre. Para ella cuando éramos chicas estaban vivos. "Los seres", los nombró entonces. Los abuelos siempre nos cuentan que Aitana los miraba sin pestañear cada vez que pasábamos porque estaba segura de que cuando ella pestañeaba, avanzaban. Giraba la cabeza cuando los dejabamos atrás y se quedaba mirándolos absorta. Es su lugar mágico. Yo no sé si tengo un lugar así. Sonreí cuando detuvo el auto junto a la cerca que nos separaba del campo de molinos.

  —Entremos—me dijo.

  La miré.

  —No se puede—le recordé.

  —No se pueden tantas cosas y se hacen igual—pasó entre los alambres de púas.

  Los molinos giraban lejos, lentos, gigantes, imponentes, tan despojados.

  La seguí, me enganché el suéter en el alambre de púas y me tuvo que rescatar. Caminamos unos metros campo adentro y Aitana se sentó en el césped como si cada tanto hiciera eso, como un ritual.

  —Los seres se van a llevar todo lo que no se tenga que quedar—me dijo y sonrió—, ¿cómo hacemos?

Hasta ahí no sabía pero en ese momento supe.

  —La leo yo en silencio, vos quedate cerca. Y estamos juntas.

  Me senté mirando los molinos. Respiré hondo. Abrí el sobre, desplegué la carta y empecé a leer.

  Y no me rompí.

  La leí de una. Hasta al final. Aitana miraba el césped entre nosotras. Había cortado una hoja larga y se la enroscaba en un dedo. Me miró con un ojo cuando terminé de leer, el sol le daba en la cara y brillaba como si fuera un poco de sol ella también.

  —¿Y?—me preguntó después de unos segundos.

  —La pude leer—la empecé a doblar y volví a guardarla en el sobre.

  —Claro que ibas a poder, mirá, si suma que sume y, si no, ya nada de lo que haga nos va a quebrar. No tiene ese poder.

  La miré, incliné la cabeza.

  —¿A vos qué te pasó?—le pregunté riéndome.

  —Nada nena, estoy iluminada—me dijo y se rio.

  Porque le pasan esas cosas por el centro del cuerpo es que Aitana brilla como brilla siempre.

  Ahí, la amé. La amo siempre.

  Pero ahí, la amé.

Intermitente RafaelaWhere stories live. Discover now