Capítulo 24 🎻

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  Llegando, me avisó León por mensaje.

  Mamá, cuando escuchó que bajaba, se asomó de su cuarto sorprendida.

  —¿Salís?—me preguntó como si no fuera evidente hasta lo obvio.

  —Sí, salgo—la corté en seco.

  —¿Con quien?—siguió.

  —Salgo, mamá—después aflojé, porque al fin y al cabo tampoco es que vivo sola como para hacerme la que no tengo que dar explicaciones—. Salgo con un compañero—agregué.

  —Estás bien así—me gritó desde arriba aunque nadie le había preguntado. Madres. Aunque a la vez, atónita, me di cuenta de que era la primera vez en la historia del mundo que mamá me decía que estaba bien. Iba a implosionar el universo.

  Salí de casa y caminé hasta el cordón de la vereda. Y ahí dobló en la esquina un auto negro. Estacionó suave al lado mío, la ventanilla del lado del acompañante bajó y pude ver a León asomándose con una sonrisa.

  Y sí, esa sonrisa era para mí.

  —¿Subís?—me invitó.

  Y subí.

  La música sonaba no muy fuerte.

  —Esa es mi banda—dijo y arrancó.

  Vi pasar la ciudad como si la peináramos en un solo movimiento sin pausa. Y después estábamos en la ruta.

  La ruta. Su banda. Nosotros. El cielo.

  Abrí la ventanilla, saqué mi brazo y estiré la mano como un aspa; el frío en la cara.

  Giré y lo miré mientras cerraba la ventanilla.

  —¿A dónde vamos?—le pregunté.

  León negó con la cabeza mientras sonreía a medias y miraba por el espejo retrovisor manejando con una sola mano.

  Es una estupidez, lo sé, pero vi su mano sobre el volante y tuve que desviar la mirada.

  —Está buena tu banda—le dije, igual lo que en realidad pensaba era lo bueno que estaba.

  —Está bueno tu sombrero—me respondió.

  Permanecimos en silenco. Todas las estrellas juntas. Es impresionante el cielo desde la ruta. Y adentro mío un vértigo que me recorría toda. Ese instante era todo. Ese instante era el universo entero. No había nada más que nosotros.

  Tuve que hacer un esfuerzo para acordarme de que había un sobre en mi escritorio que esperaba ser abierto. Todo lo que había quedado atrás parecía tan lejano, irreal.

  Ya habían pasado como cuarenta minutos cuando mirando los carteles pegados a la ruta me empecé a hacer una idea de adónde estábamos yendo. Pero no dije nada. Era mejor comerme la ruta, el cielo, el aire frío que entraba por la leve hendija que había dejado abierta en la ventanilla. Era uno de esos momentos que sabía que no me iba a olvidar nunca.

  A mitad de camino me hizo escuchar una banda que le gusta, The Pains of Being Pure at Heart. A veces lo miraba de reojo con un movimiento casi imperceptible, León manejaba con una mano y tamborileaba de vez en cuando sus dedos en el volante. A veces apoyaba su otro brazo en la puerta y dejaba caer su cabeza de costado. Se había puesto una remera a rayas, grises y azules, una campera con capucha verde seco y una campera de cuero encima. Imaginaba a Rosario diciéndome, no puede tener más onda. Porque sí, no podía tener más onda ahí manejando.

  Y a la hora, tomó una ruta secundaria debajo de un cartel que anunciaba la llegada a una ciudad de la costa. Me había llevado esa noche de domingo hasta la playa. Y se manejó como si conociera todo. Estaba segura de que era bastante improbable que hubiera ido antes si se acababa de mudar a nuestra ciudad.

  Ver a alguien animándose es contagioso e inspira.
  No dije nada.

  Y después de dar un par de vueltas por la ciudad desierta, había un par de locales abiertos y algunas casas con las ventanas iluminadas, detuvo el auto delante de un médano.

  —Bajemos—me dijo.

  Abrí la puerta y respiré todo el aire de mar mientras cerraba los ojos. Bajé. León estaba sacando algo del asiento trasero. Casi me acerco para ver qué estaba buscando pero decidí caminar hacía la playa.

  El mar oscuro lamía la orilla y arriba, suspendida, una luna finita como un gajo. Giré, buscándolo mientras me agarraba el sombrero para no perderlo con el viento, y lo vi venir con una manta y una lona en una mano y en la otra un termo con un vaso de plástico. No lo esperé y seguí caminando. Me detuve a mitad de camino. La playa ancha, inmensa. Y nosotros.

  Era la primera vez que alguien hacía algo así por mí. O lo hacía para él pero quería compartirlo conmigo. Descubrirlo me anudó la garganta y agradecí que León no fuera de hablar mucho porque si me decía algo no iba a poder contestarle.

  Él llegó hasta donde lo esperaba, extendió la lona sobre la arena y se sentó, dejó la manta, el termo y el vaso en un costado y apoyó los cosos sobre sus rodillas flexionadas. Me quedé parada. Volví a cerrar los ojos y respiré.

  —Sentate—me dijo y sonrió—, es raro vete más alta que yo.

  Meneé la cabeza mordiéndome el labio, un nabo.

  Y me senté al lado de él. Los dos mirando el mar.

  Los domingos no pasaban esas cosas. Ni los lunes. Ni los martes. Ni viernes. Ni feriados. Pero ahí estaba pasando. Sonreí grande. Esas son las cosas que te hacen sentir viva, viviendo realmente tu vida, no que te pasa por el costado, que les pasa a otros. Que te pasa a vos, a mí. Eso, mágico, me estaba pasando a mí.

  —¿Café?—me preguntó.

  Asentí.

  León abrió el termo, sirvió café en el vaso y me lo dio. Soplé suave y tomé un sorbo, él se sirvió en la tapa del termo y se quedó mirando el mar con el café humeante entre sus manos.

  —Gracias—le dije después de un par de sorbo y lo miré de costado.

  —De nada—me respondió mirándome fijo—, desde que nos mudamos que quería venir, no es lejos.

  —Bueno, un poco—no conocía a nadie que se fuera a ver el mar como si fuera el parque.

  —Viste que lo de las distancias es relativo—me dijo tomando otro sorbo—, en Buenos Aires es habitual manejar una hora para ir a algún lugar.

  Hizo un silencio y después siguió:

  —Y creo que hice bien en invitarte, ¿vos estuviste llorando?

  —¿Tanto se nota?—Fruncí el ceño.

  —Tanto no, un poco sí.

  Asentí con la cabeza. Me saqué el sombrero que apoyé al lado de mi cuerpo y me acosté sobre la arena mirando el cielo.

  León no se movió. Me había dado el pie perfecto para que pudiera contarle lo que había ido a contarle. Le iba a arruinar toda la salida, y sí, él manejaba hasta el mar para pasar un buen momento y yo iba con la historia feliz del padre que se fue y aparece por carta un millón de años después . Pero qué me iba a imaginar que él pensaba llevarme hasta ahí esa noche, como mucho me había imaginado ir a comer una hamburguesa. Y punto. Tres vueltas a la ciudad en auto y a dormir. Y él había preguntado. Bien podría haber ignorado mis ojos hinchados, pero no. Y en realidad ni siquiera era todo eso, era tener las palabras atrapadas en la garganta y sentir que no podía decir nada. Como cuando no me defiendo. Igual.

  Él miraba el mar y esperaba paciente a que empezara a hablar. Suspiré pero me salió más como un bufido y me volví a sentar. Me miró imperturbable. Lo miré. Cada detalle de esos ojos. Las cejas despeinadas cerca de la nariz.

  Bajé la mirada a mis manos, la arena, la nada.

  —Apareció mi papá—dije por fin. Lo dije.

  Mi papá. No podía recordar la última vez que lo había nombrado.

  Y le conté.



pido mil disculpas por no actualizar es que pasaron cosas... ahre no. En serio, estoy con mil cosas y no pude u.u

 

Intermitente RafaelaWhere stories live. Discover now