Capítulo 58 🎻

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  Se paró en la calle, debajo del cordón. Yo no podía mirarlo a los ojos. Me detuve en sus manos de dedos largos que hacían girar un encendedor pequeño. Esas manos las conocía. Las manos del violín. Agradecí que no quisiera abrazarme ni besarme, que no dijera "hija" o algo semejante. Se quedó parado en silencio. Tenía puesto un jean chupín y unos zapatos de vestir. Levanté la mirada despacio, un chaleco gris, una camisa debajo, el montgomery abierto, su barba entre pelirroja y rubia, su pelo casi largo, casi lacio, la nariz recta, esas pecas; las mías, sus ojos. Manuel tiene la mirada suave. Tenía los ojos húmedos. Pensé que iba a llorar, pero no. Pensé que iba a hablar, pero no. Pensé que me iba a tocar, pero no.

  Se quedó quieto mirándome. Me sostuvo la mirada. Sus ojos levemente grises, levemente amarillos. No es tan alto como lo recordaba pero mi recuerdo tiene doce años.

  Y en algún momento sentí que me volvía a entrar el aire en el cuerpo, me di cuenta de que un auto pasaba por la calle detrás de él, que las palomas aleteaban en un jacarandá que había al lado mío. Volví a respirar.

  Sacó un atado de cigarrillos del bolsillo, cigarrillos negros, hizo un gesto como diciendo  "voy a fumar". O eso entendí yo, no creo que haya querido ofrecerme o a lo mejor sí. Encendió un cigarrillo, inhaló todo lo que pudo, sostuvo, exhaló y ahí respiró él.

  —Gracias —dijo por fin.

  Asentí con la cabeza.

  Y subió el cordón.

  —¿Nos sentamos por acá? —me preguntó señalándome un banco de piedra.

  Caminé detrás y nos sentamos mirando la plaza. Un par de hermanitos pasaron en bicicleta. Él a toda velocidad, ella con su bici con rueditas. Por un segundo me quedé mirándolos a ellos como si fueran todo.

  Me bajé la capucha y Manuel miró mi pelo corto, sonrió y esa sonrisa no me la acordaba. Esa sonrisa de barba no me es familiar.

 Giré mi cabeza para mirarlo de costado y el sol se reflejó en su cara, igual que el día de la carta con Aitana. Como una señal, como una confirmación.

  —Me hace muy bien poder verte, Rafaela —me dijo.

  Yo lo miraba. No había una sola palabra en todo mi cuerpo. La valentía me había alcanzando para llegar hasta ese espacio entre los árboles frente a la casa donde él paraba. Y sentía que no tenía una sola palabra para decir, que apenas podía entrarme una emoción más en todo el cuerpo.

  Me pidió disculpas. En realidad dijo que no le iba a alcanzar la vida para pedirme disculpas a mí y a mi hermana. Que no tenía ninguna excusa. Una cosa había llevado a la otra y cuando se había dado cuenta se había alejado tanto que sentía que había un abismo del que no podía volver. Que no sabía cómo volver. Y había pasado años sin saber cómo acercarse. Hasta que había conocido a Marie. Y había sido papá otra vez. Y hablando mucho con su mujer había entendido que cuanto más tardara volver, más difícil iba a ser, y más nos íbamos a perder todos. Pero no sabía cómo. No tenía ninguna justificación. Sabía que podía ser irreversible. Entonces había decidido viajar. Y estar. Volverse presente por una carta y estar por si nosotras queríamos verlo. Darnos tiempo a que tal ve quisiéramos escucharlo. Hizo una pausa. Y después de entender otro cigarrillo dijo que tenía fe, usó esa palabra, en que pudiéramos reconstruir el vínculo, que nunca iba a ser como el que hubiera soñado y sabía que eso era su más absoluta responsabilidad, pero tenía fe.

  "Qué suerte", pensé. Yo no tengo mucha fe que digamos a lo que se refiere a él.

 Cuando terminó de hablar lo que debía haber practicado, soñado, ensayando mil veces, me paré.

  Me miró. Yo no había dicho una sola palabra todavía. 

  Lo miré y le dije:

  —Por hoy ya está. Por ahí te escribo para que nos veamos otro día.

  —Sí, claro —me dijo mientras se paraba a mi lado.

  Le di un beso, rápido y giré mirando al sol sin volverme. 

  El corazón desintegrado y cálido, como si fuera el mismo sol. Estallado dentro mío.

  Ahora sí, lo sé. No lo inventé.

  El olor que recordé siempre es el de él.

Intermitente RafaelaWhere stories live. Discover now