Capítulo 65 🎻

1.6K 77 0
                                    

   Me llevó Aitana. Todo el camino pensé en que tengo que aprender a manejar. Estoy harta de que me tengan que llevar o ir a buscar. Es un embole. Suerte que estaba ella, porque me puse tan nerviosa que me agarró y me dijo:

  —¿Te calmás? Vas a la casa de tu amigo.

  —No estaría siendo solo un amigo.

  —¿Y? —Me dijo abriendo esos ojazos que tiene. 

  Y nada. Qué va a entender Aitana. Me ayudó a decidir la ropa. Tenía la túnica nueva o la túnica nueva y también la túnica nueva. Las ganas de llorar que me dio algo tan mínimo.  Aitana y su lógica. Que ya me voy a comprar ropa nueva, que la ropa es lo de menos. Sí, claro, para ella porque tiene variedad para elegir. Si tenés una sola posibilidad no es lo de menos. Igual sí, es lo de menos pero no. Y al final, qué me tenía que vestir de una forma tan especial. Solo estaba yendo a su casa a comer algo. Aitana rescató una camisa celeste lavada de manga larga, de esas grandes que se usan ahora pero a mi no me quedaba ni tan grande ni tan ajustada. Me quedaba perfecta. Casi como en la imagen que había tenido de mi trabajando en la playa. Le dije a Aitana que los colores claros engordan y me dijo que me callase la boca. Me callé. Una copada, Aitana, muy democrática. Me puse un jean y unos borceguínes de ella que son lo más. Me miré en mi espejo. Y estaba bien. Muy bien. Me delineé los ojos. Y perfume de mi hermana.

  Subiendo al auto me di cuenta de que no sabía nada de León, no sabía de sus papás, si que es hijo único, ni por qué se mudó a nuestra ciudad en quinto año pudiendo haberse quedado en Buenos Aires a terminarlo. No sabía nada. Recién me acababa de enterar que vivía justo en el otro extremo de la ciudad, en un barrio de casas grandes con jardines, a una cuadra de un campo de golf. 

  —Este candidato sí que le va a gustar a mamá —me dijo Aitana mientras me llevaba.

  Revoleé los ojos. No podía ni hablar de los nervios que tenía. Como si no lo conociera. Tampoco es que lo conocía tanto. Pero le había dado treinta besos por lo menos.

  Aitana me dejó en la puerta. Y arrancó. Por un momento pensé en presentársela, quería que se conocieran, y después me dio vértigo lo que fuera a pensar él. Qué sé yo. Una naba.

  La casa, de esas modernas, cuadrada, ventanales largos. Un camino hasta la puerta. Y yo caminándolo. Los borceguíes contra la piedra. Un perro ladrando lejos. Había un portero. Lo toqué y esperé sin poder moverme, mirando la puerta. León me avisó que ya bajaba.

  Y mientras esperaba a que abriera, caminé unos pasos por el césped para asomarme al campo de golf vecino, iluminado y desierto. Cerré los ojos y respiré hondo. Olor a ver. Y a frío. A noche. Afuera.

  Otra vez afuera, yo. 

Intermitente RafaelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora