Prólogo

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La casa de la abuela.

— ¿Raúl? —preguntó la anciana al sentir abrirse la puerta de su habitación.

— No señora… —respondió la menuda enfermera— La vino a visitar su nieta.

Luego se volvió hacia Vanesa y le sonrió con amabilidad, para luego marcharse en silencio. Cuando Vanesa se quedo sola en esa habitación de muebles color crema se preparó mentalmente para pasar un mal rato.

— ¿Raúl? —volvió a preguntar su abuela. Vanesa se acerco a donde ella estaba sentada en una mecedora.

— No. Soy Vanesa —le recordó—. Tu nieta, ¿te acuerdas de mí, Nené?

Al escuchar su sobrenombre la anciana levanto la vista hasta cruzarla con la de su nieta. La comprensión relució en sus ojos claros.

— Si, si como no —le sonrió ampliamente—. Acércate una silla, querida. Sentate con la abu…

Obediente, Vanesa fue junto a la cómoda para tomar la silla que allí estaba. Colgado de la pared por encima del abarrotado mueble, había un gran cuadro que demostraba un collage de fotografías familiares que había hecho Tony, su hermano, a Nené.

Ella fijó la vista en la esquina inferior, donde se la veía a ella de pequeña estampando un sonoro beso a una Nené ya encanecida pero feliz. Cuanto añoraba esos tiempos.

— Lindo, ¿no?

Vanesa se sobresalto por el susto.

— Si… —asintió y sonrió.

— Ese Tony, siempre innovando. A su edad con suerte podíamos tener una fotito en blanco y negro… —suspiro fascinada—. … y ahora con las computadoras se puede hacer magia.

Su nieta se sentó frete a ella y le tomo una de arrugadas manos entre las de ella.

— ¿Cómo estas?

— ¿Yo? —Nené se apunto a si misa con la mano libre— Bien. Muy bien. Me cuidan bien. ¿Y Raúl? ¿Cómo esta?

Su abuela se perdía nuevamente en su mundo.

— No, Nené, no. El abuelo ya murió —intento explicarle y se desconcertó al ver como su abuela lloraba, pues esperaba que lo recordara—. Ya hace mucho de eso. No llores. ¿No lo recuerdas? Fue hace como doce años.

— Ya se, ya se —se socó las lágrimas con un pañuelo que se saco de un bolsillo de su vestido floreado—. No estoy bien, ¿verdad?

Sonrió con melancolía y Vanesa no supo que contestarle. Solo atino a arrodillarse y abrazarla. Se quedaron así calladas.

— ¿Cómo esta Pat? —fue Nené quien rompió el silencio con su débil vocecita.

— Mamá está bien. Se sigue ocupando de la casa y por las tardes sale a vender Avon. —aún estaba enojada con ella. Porque Patricia la había obligado a visitar a su abuela.

Su problema no radicaba en Irene, sino en el hecho de que a Vanesa no le gustaba verla en ese estado de desmoronamiento. Vagando por el tiempo, viajando al pasado y volviendo al presente. Casi desconectada de la realidad.

Aterrada había visto a sus siete años como su abuela caía aplastada por el dolor. Su abuelo, Raúl, había muerto carbonizado dentro de su departamento en la ciudad. Vanesa había sido testigo de cómo la culpa y remordimiento llevaron a su jovial Nené a perder poco a poco la razón.

Nené no se pudo recomponer jamás, algo que Vanesa no podía perdonarle. Nunca pudo concebir que su abuela no luchara para seguir adelante por los seres que le querían, y que solo se dejara estar.

Se volvió a sentar en su silla, ahora mirándola con resentimiento.

— Todo acto tiene su consecuencia, buenas o malas —Irene miraba la pared extraviada en algún lejano horizonte—. Los mías acarrearon las mas nefastas consecuencias.

Se volvió hacia su nieta con los ojos abnegados nuevamente en lágrimas.

— Me equivoque… y muchas veces fue por egoísta. Pero puedo jurar que jamás quise daño alguno para ti —continuó ahora mirando hacia el techo—. ¿Qué daño podría querer hacerte si te amaba?...

Vanesa se levanto, ya no podía soportarlo más. Dejo la silla en su lugar y acaricio la fotografía con el pulgar. Al abrir la puerta escucho como Irene susurraba: “¡Cuídate, amor!”, pero no supo a quien iba dirigido.

Caperucita RojaWhere stories live. Discover now