07| Tinta vieja, polvo y decadencia

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Lia volvía a esperarles en la entrada, y se unió a ellos en cuanto los vio aparecer. El amanecer de los otoños fríos volvía su pelo del color del trigo; el de Harper del color del cobre y del interior rojizo de los troncos de los árboles. Sus pestañas crearon una cortina de rayas negras sobre sus mejillas. Por el contrario, el pelo de Félix seguía igual de negro que de costumbre, igual que la oscuridad de la noche, y sus ojos se volvían de un gris mucho, mucho más claro; se podían contar las líneas que los atravesaban.

—¿Qué tenemos hoy a primera hora? —preguntó Harper, cuando llegaron a la taquilla de Félix y Lia se fue a la suya propia. Él bajó el volumen de su música. Había empezado a escuchar Green Day. Por sus auriculares sonaba When I Come Around.

—¿Por qué no lo miras en tu agenda? —respondió, colocando en su taquilla el libro de historia.

—Por qué es más rápido preguntártelo a ti.

Se despegó de las planchas metálicas y se colocó a la espalda de Félix, paseando la mirada por la silueta de sus hombros delgados y subiendo y bajando la vista por el recorrido de los huesos de su columna vertebral. Quería plasmarlos, de alguna forma. Recorrer sus hombros huesudos con las manos, rozar su pómulo amoratado, deslizar los dedos por su nariz recientemente torcida...

—El día que yo falte al instituto vas a saltarte todas las clases por no saber que tienes.

Su voz le sacó de sus pensamientos.

—El día que tú faltes miraré la agenda —aseguró ella. Agarró el tirante de su mochila con fuerza y siguió a Félix por el pasillo mal iluminado.

—Los miércoles a primera no hay nada. Los delegados de los cursos se reúnen con los profesores para hablar, y los demás tenemos la primera hora libre —explicó. Se metió una mano en el bolsillo de su gabardina y toqueteó el peón blanco que guardaba en él. Al final, sujetó la cabeza de la figura de ajedrez entre los dedos índice y corazón y con el pulgar trató de arrancar la pequeña pelotita que tenía en la base. Tener algo entre las manos era casi una necesidad para Félix, ya fueran las cabezas de sus auriculares, un bolígrafo que tapar y destapar, o juguetear con piezas de ajedrez.

—¿Y a dónde sueles ir tú?

—A la biblioteca.

Félix torció a la izquierda en el pasillo.

—¿Tenemos biblioteca?

Harper miró a su alrededor con curiosidad. Casi parecía que esperaba ver aparecer unas puertas antiguas desde algún punto invisible de las paredes de hormigón.

—¿Tú madre es la subdirectora del instituto y no sabes si tenemos biblioteca? —preguntó Félix. Volvió a girar.

—¿Siempre tienes qué contestar a las preguntas con otras preguntas?

—Mira quién fue a hablar —replicó.

Empujó unas puertas dobles de madera y se abrieron hacia dentro. Dejaron a la vista la biblioteca, una sala rectangular cuyas paredes quedaban ocultas por decenas de estanterías con libros. Olía a tinta vieja, polvo y decadencia. Apenas había un par de mesas circulares en el centro de la estancia, con un par de ordenadores antiguos, de esos que tienen el monitor y el teclado por un lado y la torre del ordenador en el suelo. Al fondo del todo había una mesa de escritorio tras la que se parapetaba la bibliotecaria, vestida con ropa de punto. Tenía el pelo abombado por encima de la cabeza, y sus hebras parecían tan finas que flotaban como en una corona de nubes. A Harper le recordó a los peinados que llevaban las ancianas a misa. Calculó que tendría unos sesenta años. Leía un grueso libro de tapa dura tras unas gafas de pasta naranja que se asemejaban a los ojos de un gato.

A 5 centímetros de distanciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora