17| X, Y, NH

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—Son una necesidad evolutiva. Irreales. Su única función es instintiva; la de asegurar la especie. Es casi un error de la naturaleza, una mezcla de reacciones químicas que acaban desvaneciéndose. Actualmente implican, sí o sí, que alguien va a sufrir. Porque el amor siempre implica dolor. Al fin y al cabo, las relaciones siempre se terminan, y si no sufriste antes, sufres después.

»El amor no es indoloro, al igual que tampoco es inmortal ni eterno, por mucho que nos empeñemos en pensar lo contrario, o en demostrarlo. Hicieron bien en dejar el amor de esa clase en los libros, en las películas, en las cosas ficticias. En la vida real, no existe. Ni existirá, porque es algo irreal, inacabado e imperfecto.

»Es mejor que algo se quede irrealizable, o intentado, que hecho y decepcionado. Tendemos a idealizar las cosas que están llenas de imperfecciones y defectos, a redondear las aristas de la gente para que sus curvas encajen en nuestra percepción de las cosas. Y eso es inevitable, al igual que injusto e imposible de conseguir.

La última letra de ese cínico discurso sobre el amor y su propaganda se enlazó con el sonido estridente del timbre, haciendo contraste entre la voz grave y profunda del chico que había hablado, que llenaba la habitación con su particular e inesperada respuesta, y la campana demasiado aguda, que llenaba las cabezas de punzadas de dolor.

Todos empezaron a levantarse a la vez, pero solo unos pocos se quedaron sentados. Entre ellos, el dueño del discurso con el ceño poblado de marrón fruncido y una total muestra de convicción hacia lo que estaba diciendo en su rostro lleno de ángulos y pecas y lunares repartidos como pequeñas galaxias extendiéndose por el cielo nebuloso de su cara. Miraras donde miraras, su perfil sobresalía por encima de su nariz aguileña, sus ojos hundidos y sus labios finos. Sin embargo, y aunque nadie diría que era estrictamente atractivo, era atrapante. Podías perderte en la profundidad de sus ojos, tan negros como la materia densa y oscura que formaba su pelo, salpicado de motitas de caspa blanca, pulida con rizos de aspecto indomable.

Al final, solo quedaron Félix y el extranjero palpitante en el interior de la clase. El último, ignorante o indiferente a sus palabras, no se había molestado en levantar la vista de su cuaderno de hojas arrancadas y cubiertas separadas desde que la última vibración de sus cuerdas vocales se había apagado.

Vestido con ropas negras y blancas, se mantenía quieto en su sitio, raspando el lápiz de grafito sobre la superficie de rugosa del papel, como una aparición de un siglo pasado, salido de una película en blanco y negro, llegado a una época a la que no pertenecía.

Félix se preguntó por qué no se iba con los demás, pero no se atrevía a hablarle. Mientras tanto, la curiosidad por ese chico aumentaba. Se mantuvo quieto en su sitio, girado y apoyado contra el respaldo de la silla para observar al extranjero oscuro. Había detectado en sus palabras al hablar un ligero acento del norte.

Félix, a tres filas de distancia de él, se mordió el labio. Mantuvo sobre las manos nudosas y en constante movimiento del otro chico, tratando de pensar en una forma de acercarse a él y hablarle.

Llevaba diez minutos girándose una y otra vez, pensando en cómo hablarle, cuando él mismo se levantó de su silla y, con la página en la que había estado dibujando en mano, se acercó sin mirar a la mesa de Félix. Dejó caer el dibujo cuando pasó, como si fuera una hoja que se desprende de un árbol en otoño.

Félix le observó marcharse sin dirigirle la palabra. El dibujo que le había dado en una hoja A4 era un retrato exacto de él mismo en el que se podía apreciar el destello de su mirada de aguas grises observándole desde cerca. Había captado las sombras que proyectaban su nariz y su perfil sobre la otra mitad de su cara, y le había dotado de detalles invisibles desde su posición. Las grietas de sus labios, uno más profundo que el otro. El lunar que quedaba oculto por su párpado, las líneas de las ojeras de un tono casi negruzco. Su pelo quedaba en punta, y casi se adivinaba un mar de preocupaciones entre sus mechones de polvos negros. Las curvas de su rostro eran profundas, pintadas con suavidad y firmeza, y su mandíbula apretada. Un mechón triangular le caía sobre media frente, escondiendo el resto de una cicatriz diminuta que se había hecho hacía mucho y de la que no se adivinaba nada más que el comienzo. Sobre su nariz había algunas pecas, motitas sueltas que quedaban dispersas y ocultas a simple vista, y sus pestañas proyectaban sombras alargadas y curvas sobre sus pómulos. A los lados del rostro principal había distintos bocetos inacabados de la misma cara vista desde ángulos diferentes. De perfil, desde el suelo, desde arriba... Todos Félix.

A 5 centímetros de distanciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora