15| ¿Perfectamente controlada?

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Félix había descubierto que las apariencias engañan, y que las personas no tienen por qué permanecer iguales siempre, porque cambian, y porque todos guardamos secretos inconfesables hasta que llega la persona adecuada a la que confesárselos, y entonces siguen siendo secretos, pero compartidos. Sabía que la gente prefiere herir cuando está dañada a curar sus propias heridas, porque lo había sentido él mismo, porque es más fácil, y es inmediato. Esas grietas nunca se acaban sellando del todo. Esa gente que explota suele llevarse por delante muchas más cosas de las que debería. O de las que quería. Aunque siempre es mejor prevenir que curar, no siempre se puede. La gente suele ser lo bastante estúpida como para cometer los mismos errores dos veces.

También había descubierto que los sentimientos no se podían mantener a raya durante mucho tiempo; acababan saliendo, de una manera u otra. A veces explotaban.

Pero nada de eso le sirvió cuando, en el momento en el que las clases se acababan, fue a hablar con Kylie. A romper con ella. De parte de Noah.

No quería hablar de la segunda parte del por qué.

Fue a la taquilla de Kylie. Estaba sola, separada de sus amigos.

—¿Podemos hablar?

Se restregó la mano por la nuca. Ella terminó de dejar sus libros en la taquilla antes de girarse.

Kylie le miró a los ojos sorprendida por quien era él, seguramente esperándose a otra persona, y Félix no pudo evitar fijarse en las motitas de color canela que había cerca de la pupila de sus ojos dorados, en los lunares que, como una constelación de cinco estrellas, le surcaban horizontalmente la parte de abajo del ojo izquierdo, curvándose al mismo tiempo que el párpado. Kylie sonrió débilmente antes de asentir.

—Hola. Claro —titubeó—. ¿Sobre qué quieres hablar?

—Será mejor que vayamos a un sitio más privado.

Félix bajó la mano de su pelo y entrelazó su mirada con la suya, y retrocedió en el tiempo, volviendo a cuando eran capaces de entenderse con un simple gesto, con una mirada de reojo, y saber qué debían hacer.

—Está bien —aceptó. Kylie cerró su taquilla y se colgó la mochila al hombro. Caminaron en silencio, el uno al lado del otro.

—¿Hace cuánto que no subes aquí? —preguntó Félix cuando llegaron. Abrieron la puerta que daba a la azotea del instituto. Se quedaron parados en la entrada, ambos de pie sobre el suelo de metal oscuro. Desde ahí podían contemplar la ciudad que se extendía a su alrededor, un pequeño y lejano laberinto de edificios de hormigón cuyo tamaño ascendía y descendía al azar.

Durante años habían ido allí ellos dos solos, a contarse historias inventadas y confesarse secretos. Nadie más sabía que se podía acceder a la azotea a través de una escalera estrecha al final de uno de los pasillos del instituto.

—Desde la última vez que vinimos juntos —contestó Kylie, observando la carretera que serpenteaba y el aparato de aire acondicionado y tuberías que adornaban la azotea.

Félix recordaba ese día muy bien; había sido cuando le había confesado lo que sentía por ella, cuando ella lo había rechazado por Noah, y cuando todo su mundo había ardido.

—¿Y tú? —preguntó ella.

—¿Por qué iba a volver?

Kylie emitió una risa seca.

—Se me había olvidado tu costumbre de contestar a las preguntas con preguntas —contestó, sonriendo. El cielo se había despejado y ahora brillaba un sol de esos de invierno en los que la luz es amarilla y pálida. Hacía brillar de azul los ojos de Félix, que sintió una punzada en el estómago. Una punzada que le recordó dolorosamente a Harper, que en ese momento estaría en el autobús con Lia camino a la sesión de estudio de matemáticas que él iba a saltarse sin avisar.

A 5 centímetros de distanciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora