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—Nos vemos

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—Nos vemos.— se despidió Rafael mientras besaba mi frente. Aquello era demasiado, pocas cosas expresan tanto cariño como un beso en la frente. Y sin embargo en cuanto nuestros caminos se separaron en la puerta de aquel hotel me sentí perdida.

Tardé unos minutos en recordar que no tenía porqué sentirme así, sabía perfectamente dónde estaba.
Allá donde se cruzan los caminos,
donde el mar no se puede concebir,
donde regresa siempre el fugitivo,
pongamos que hablo de Madrid.

Allá donde se cruzan los caminos,donde el mar no se puede concebir,donde regresa siempre el fugitivo,pongamos que hablo de Madrid

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Más concretamente, la Universidad Complutense. Lugar de estudio para tantas especialidades: bellas artes, medicina, ciencias biológicas,  económicas y empresariales,  matemáticas, ciencias químicas, ciencias políticas y sociología, enfermería, filosofía, veterinaria...

Comencé a pasear tranquilamente procurando que nadie se fijase demasiado en mí, porque esto de ser parte del negociofamiliarme estaba haciendo paranoica a nivel patológico.

Cuando me cansé de andar sin rumbo comprendí que solo estaba huyendo, evitando volver a casa con semejante noche a mis espaldas. Aún podía estirar un poco más la coartada de estar visitando a mi amiga.

Entré en la primera cafetería que se cruzó en mi camino y elegí el lugar adecuado dejando varias mesas vacías a cada lado, era casi como estar sola allí.

La camarera no tardó en llegar, obviamente no tenía mucho trabajo a las 12:45, habían terminado los desayunos y aún no era la hora de comer.
La chica medía casi dos metros ayudada por los tacones de sus botas e iba envuelta en un jersey navideño combinado con vaqueros. Su pelo era rizado, ¿qué digo rizado? Rizadísimo; esa clase de pelo al que lanzas un bola de papel y la absorbe para siempre.
Además llevaba unas gafas exageradas, no esa de clase que usan las actrices porno cuando fingen ser científicas o doctoras, unas auténticas gafas de culo de vaso.

—Buenas, ¿qué vas a tomar?— preguntó ella con el block de notas en la mano.

—¿Es demasiado pronto para empezar a beber?— la camarera miró el reloj de pared discretamente y después asintió.—¿Qué sugieres?

—Bueno...— era evidente que la estaba poniendo en una encrucijada.— Sí te soy sincera, nadie viene a esta hora y normalmente me dedico a ver películas de terror en ese proyector.— señaló la pantalla que tenía justo delante del sillón que yo estaba ocupando.

—Suena bien...— nos lanzamos miradas cómplices.— ¿te importa si me uno?

—Solo si guardas el secreto y no se lo cuentas a mi jefe.— asentí.— Tendrás que pagar las palomitas.

—Y patatas fritas también.— ella sonrió y dejó el mando en mi mano.

—Traeré una bolsa de cada cosa.

Aquello fue una conexión mágica, una casualidad irrepetible. Incluso coincidimos en qué película ver, las dos nos inclinamos por la más cliché sin lugar a dudas.

—¡No! Si la luz está apagada y salen gritos no te metas en el sótano.— gritó ella, para dar un sorbo de cerveza a continuación.

—Tía, no puede oírte.—dije riendo, eso me encantaba de ella, el entusiasmo que le ponía a todo, la luz que se encendía en sus ojos cuando hablaba de las cosas que le gustaban, o la rabia que parecía que la iba a hacer explotar cuando se enfadaba. No podía creer que acabase de conocerla.

—Da igual, es la rubia, va a ser la primera en morir de todas maneras.— solté una carcajada, era irónico que lo dijese ella siendo rubia aria.

—¿Por qué te empeñas en seguir viendo esta clase de películas?— era curioso que mantuviese aquel nivel de entusiasmo por el cine de terror si hacía lo mismo todos los días.

Ella se encogió de hombros y puso la vista en la pantalla de nuevo. Pero entonces sonó la campanilla de la puerta y ella salió disparada para recibir al cliente que estaba entrando.

—Hola, tenía reserva para comer.— dijo él hombre. Ella me miró y  supe lo que tenía que hacer.

Apagué el proyector y fui a esperarla en la barra. No estaba segura de cuánto me  podía llegar a gustar aquella chica, pero la primera impresión había sido inmejorable.

—Perdona que tengamos que dejar la peli a la mitad pero...— sonó el teléfono fijo del bar y ella tuvo que responder en mitad de la frase.

Yo le quité un bolígrafo del bolsillo de su camisa y escribí mi número de móvil en una servilleta. Añadí veinte euros y los puse, junto al boli, de vuelta en su bolsillo.

—Quédate con el cambio.— dije con una sonrisa antes de irme.

Según salí de allí, me di cuenta de que eran las dos y media, y había recibido llamadas de todos los niños perdidos y de mi tío.
Ya era hora de volver a casa.

 Ya era hora de volver a casa

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El negocio familiarWhere stories live. Discover now