20. LAS LÁGRIMAS DE UNA ESTATUA

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Nunca le dije a nadie lo que me gustaba.

Nunca le dije a nadie que me encantaba mirar al sol y sentir que me quedaba ciego para darme cuenta de otras cosas.

Nunca le dije a nadie que estaba enamorado de la luna y que me pasaba horas mirándola con el fin de que alguna estrella fugaz apareciese para cumplir mi deseo.

Pero tampoco le dije a nadie que, en aquella oscura sombra, las había visto morir todas.

Si hubiese sabido que ese iba a ser el pago por la esperanza, me hubiese tirado al vacío antes.

Aunque sabía que aquel vacío estaba lleno.

Sentí mi propio eclipse por primera vez y, desde entonces, nadie me ha vuelto a encender una luz.



Sus ojos danzaron de nuevo entre estrellas, uniéndolas bajo el manto oscuro que lo cubría. Podía verlas. No habían cambiado, seguían ahí después de tantos años, después de tantos siglos. Continuaban en el mismo sitio, o eso creía. El único que se había movido era él. Lo demás... seguía igual.

Sus alas se resintieron después de llevar un buen rato acostado en la azotea del edificio. No le importó. El paso de la noche al día le había recordado lo que alguien le había dicho una vez. Incluso después de la muerte, el mundo seguía sin ti. La vida era como un barco sin muelle, continuaba siempre. Tú, en cambio, solo tenías dos opciones: seguir la travesía o aprender a nadar.

¿Se vería diferente el cielo desde el agua? Ser consciente de que seguía siendo el mismo que había visto desde que abrió los ojos por primera vez era algo que siempre lo había perturbado. Nunca le había gustado que le recordaran las cosas, pero ahí estaba, mirando hacia arriba, buscando alguna pieza de recuerdo que todavía no se hubiese perdido en los confines de su memoria.


Y siempre sacaba del bolsillo la misma llave del mismo cofre, aquel que escondía todas y cada una de las noches que pasó en vela rogándole algo a alguien.

Ese cofre era el único que sabía lo que había llorado en aquella oscuridad hacía tantos años, solo, sin héroes ni caballeros, ni capas ni espadas.

Solo dragones.

Allí guardó profundamente el último cuento en el que creyó alguna vez

con la intención de no abrirlo nunca más.


Sí...Todavía recordaba algo, y seguiría en su mente como las estrellas en el cielo, en el mismo sitio, al menos, hasta que se estrellaran o se desintegraran intentando llegar a alguna parte. Antes de darse cuenta, el cielo ya se había teñido de violeta poco a poco. Un estruendoso pitido se instaló en su sien. Cerró los ojos de inmediato y gruñó por el dolor. Se llevó las manos a la cabeza y soltó un quejido.

—Podría ordenarte ahora mismo que te matases. —Escuchó la tan conocida voz. Estaba cargada de reproche. Por supuesto que el pitido tenía que ser cosa de él—. ¿No has notado mi presencia? —Enarcó una ceja ante el poco caso que le estaba haciendo el otro inanimatum.

El Pacto (I): el demonio ha visto un ángel [KookV] (Disponible en físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora