02| Me gusta, no me gusta

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02| ME GUSTA, NO ME GUSTA

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02| ME GUSTA, NO ME GUSTA

Amelia

Hoy es martes y solo hay cuatro clases antes de la que va antes de comer. Las manecillas del reloj se aceleran, y las doce y media se acercan como la avalancha de un puñado de rocas a punto de aplastarme. Cuando suena el timbre me dan ganas de encerrarme en un baño hasta que se acabe el día y esconderme en él. Miro mi agenda esperando que cambie lo que está escrito en el hueco que me toca ahora, pero es la misma palabra, "ESCRITURA", en grande y en mayúsculas, como si quisiera resaltar mi agonía, la que me devuelve la mirada.

Suspiro, y con el estómago retorcido y los ojos ardiendo, me encamino arrastrando los pies hasta el aula en la que se imparte. Cuando llego hay al menos tres personas ya sentadas. Reconozco a Lucía Aylis, en la segunda fila, de álgebra. Es bajita, tiene el pelo negro y largo y el cuerpo redondo. La piel de porcelana y ojos japoneses. Pienso, para tranquilizarme, en cómo la describiría si tuviera que meterla en un relato. Elijo un solo rasgo, una manía que se me quedó de cuando escribía y que a veces no puedo evitar aplicar. Su trenza, parecida a una soga tintada de brea, se sacude al ritmo de carnaval que marcan sus dedos al repiquetear.

Me siento en el pupitre de la fila del fondo del todo, el que está en la esquina más oscura. Desde ahí observo a las otras dos personas que ya están sentadas. Uno es un chico delgado al que solo puedo verle la coronilla. Tiene la nuca rapada y una cortinilla de pelo negro cierra el camino. Lleva una camiseta blanca, y en el agujero del cuello se pueden observar los huesos de su clavícula. Está sentado en la primera fila, con los brazos estirados, y hay un tic tic en el ambiente que sospecho que proviene de la pelea entre su bolígrafo contra el borde de la mesa.

En la fila enfrente de mí, más pegada a la ventana del lado contrario, hay otra chica. Parece mayor, de las que te miran y sabes que han vivido una veintena de experiencias más que tú. Tiene los ojos de un azul que se vuelve casi transparente con la luz blanca bajo la que está, que la envuelve y la esconde, y el pelo le cae en ondas por la espalda. Sonríe de forma muy natural y la veo inclinarse para hablar con Lucía. Me llegan murmullos de su conversación, y decido que me gusta su voz, que se sacude entre acentos que ronronean la erre e impregnan las eses de jazmín, resaltándole los ojos.

Apenas unos segundos después, entra Otta Awdur, a la que conozco de la secundaria, con los dedos manchados de anillos, la cabellera mal cortada a los lados, y las raíces castañas sobresaliendo como una masa intrusa desde el centro de su pelo teñido de rubio platino. Lleva gafas azules y las uñas largas.

Justo en el momento en el que Otta escoge un asiento, una mujer de tacones y cuerpo alto, de melena negra ligeramente rizada y mediana edad a la que cientos de pequeñas arrugas le atraviesan el rostro como muescas en la corteza de un árbol viejo, entra por la puerta y se sienta encima del escritorio, con la pizarra a sus espaldas y nosotros delante. Lleva botas negras y una rebeca beige.

Hasta consumirnos en palabrasWhere stories live. Discover now