12| Procura no ahogarte en ella

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12| PROCURA NO AHOGARTE EN ELLA

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12| PROCURA NO AHOGARTE EN ELLA

Canada —Lauv y Alessia Cara

Amelia

Hoy es treinta de septiembre.

He tardado tres horas en darme cuenta de lo que eso significa.

No quiero enfrentarme a lo que significa.

Sin embargo, cuando veo a la señorita Fleurence aparecer por el pasillo, con esa sonrisa cordial y una agenda en la mano, no encuentro a dónde escapar. Las salidas están bloqueadas por la marea de alumnos y el barullo de sus voces y las puertas más cercanas, que llevan a clases o a baños, implicarían pasar por su lado.

Así que solo hay una cosa que puedo hacer.

Darme la vuelta.

Me giro y me pongo la capucha de la sudadera. Me meto las manos en los bolsillos y trato de encogerme mientras paso entre codos, mochilas y extremidades. Esta es una de las veces en las que me alegro de ser pequeña, porque me puedo retorcer para pasar por los escasos agujeros que se forman entre cuerpo y cuerpo y no hace falta que me agache mucho para esquivar la base de las mochilas.

Cruzo el río de personas en apenas quince segundos, y me estiro al llegar al otro lado. Como en esas persecuciones de las películas de acción en las que los protas cruzan por los raíles de un tren que está a punto de pasar, siento que he dejado atrás el peligro.

Empiezo a andar en dirección contraria a donde quería ir sin importarme si no llego, hasta que una voz a mi espalda, de esas que te rechinan en los dientes, hace que me detenga.

—Amelia, quería hablar contigo.

Suspiro. Mierda.

Me doy la vuelta y finjo una sonrisa. No sé cómo ha llegado la señorita Fleurence hasta mí, pero se me ocurre que su profesión es más eficaz contra un tren de alumnos roto en piezas que las sirenas de la policía contra uno de verdad y de metal.

—Señorita Fleurence. Buenos días.

Su sonrisa se expande, pero no con cordialidad, sino como si me estuviera diciendo que a ella mi buena voluntad no la engaña.

—Ha pasado tu mes de prueba en el curso de escritura, Amelia. ¿Cómo ha ido?

La saliva que trago se me atasca en la garganta y siento que todo se reduce a que sea capaz de hacer bajar por mi esófago la pelota de líquido espumoso. Llevo huyendo de esa pregunta un mes entero por la sensación que me provoca enfrentarme a ella. Me crea dos sentimientos opuestos; por un lado, el calor de que me gusta y de que cuento los días hasta que otra vez sea martes o viernes, y por el otro el cosquilleo que se me clava en el estómago y me dice que está mal y que no puedo hacerlo.

—Creo que bien —respondo, una respuesta neutra e intermedia entre "lo quiero toda la vida" y "me voy a morir si sigo haciéndolo".

—¿Vas a querer seguir?

Hasta consumirnos en palabrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora