20| De dos a quince

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20| DE DOS A QUINCE

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20| DE DOS A QUINCE

Amelia

Me encuentro a Neil a última hora de clases, el último día del trimestre, en el pasillo, deambulando. Todavía recuerdo el sonido de su voz leyendo su relato en la clase de escritura, probablemente porque ha sido solo hace unas horas. Tiene las manos en los bolsillos y el cable de unos auriculares, negro, le recorre la curvatura del cuello. No sé qué está haciendo aquí en medio, solo, dando pasos desequilibrados y mirando por la ventana como si le gustara que se le desenfocara la vista mirando las gotas de agua que chorrean por los cristales, o a lo mejor le interesan los charcos que se forman bajo los neumáticos de los coches de los profesores que hay aparcados en el parking del instituto. No ha dejado de llover en todo el día. Sea como sea, tiene pinta de haberse escapado de clase, y me planteo entre saludarle o ir a rellenar los frascos de cristal con agua, como me ha pedido la profesora de plástica. El grifo de la sala de arte se ha estropeado.

De todas formas, ninguno de los que vamos a arte a esta hora dibujamos bien, porque es solo una optativa, así que el agua tampoco tiene por qué ser tan urgente.

—¿Qué haces aquí? —pregunto. Noto que se sobresalta, como si hubiera roto su burbuja. Se quita un auricular y se da la vuelta. Se le abre una sonrisa cuando ve que soy yo, y se le destensan los hombros. Seguramente esperaba ver a algún profesor.

—Amelia Eider —saluda, paladeando mi nombre en su garganta. Se me sigue haciendo raro que use mi apellido—. ¿Qué haces tú aquí?

Le enseño los tarros de cristal, oscurecidos por el agua sucia, manchados por distintos colores de pintura y círculos resecados.

—Recados —respondo—. ¿No deberías estar en clase?

Se encoge de hombros.

—Es la tercera vez que conjugamos el verbo comer en latín. Me cansé.

Conozco al profesor de latín. Es un hombre mayor, de unos sesenta y pico, de esos que se aferran al trabajo y huyen de la jubilación, aunque todo el mundo le diga que debería habérsela tomado hace cinco años, quizás porque le espera una mala pensión, quizás porque disfruta torturando niños, quizás porque el sueldo de un profesor jubilado no da para alquilar una cabaña en alguna villa italiana e insultar en latín a los vecinos. Es de esos que dan clase, de las densas, a última hora, no solo de un viernes, sino del trimestre entero. No puedo reprocharle a Neil que se la haya saltado, aunque yo no lo habría hecho.

—¿Y por eso estabas bailando en mitad del pasillo?

Neil frunce el ceño y se quita el otro auricular. Enrolla el cable sobre su mano y se lo guarda en el bolsillo.

—No estaba bailando.

Me encojo de hombros.

—Lo que tú digas. ¿Qué escuchabas?

Hasta consumirnos en palabrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora