15| Observar la puerta cerrada

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15| OBSERVAR LA PUERTA CERRADA

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15| OBSERVAR LA PUERTA CERRADA

I Still Haven't Found What I'm Looking For —U2

Neil

Ha pasado una semana desde mi cumpleaños, y la carretera, vacía y gris, se extiende entre nosotros, rumbo a casa de Amelia Eider. La he convencido de que abandone la acera y la seguridad de los adoquines blancos y se interne a la aventura y la adrenalina de poder ser atropellado. Creo que no le guste la idea del todo, porque va mirando hacia ambos lados todo el rato, aferrándose a los tirantes de su mochila. Lleva una sudadera atada a la cintura y una camiseta manga corta que muestra la palidez de sus brazos. Hace calor y tiene los rizos recogidos en una coleta.

—No nos va a atropellar nadie —repito, por cuarta vez en quince minutos.

—Eso no lo sabes —replica.

—Claro que lo sé. ¿No ves que no hay nadie?

En el camino a casa de Amelia Eider, lo más peligroso que hemos encontrado hasta ahora han sido gatos callejeros durmiendo bajo los coches. Es pintoresco. Hay árboles entre los edificios, hojas secas en el suelo, y charcos entre el asfalto y la acera que siguen goteando de la lluvia que cayó ayer. Hay partes de la carretera que están abolladas, arrancadas y sin gravilla, y pegotes negros dando vueltas por encima. El sol y el polvo de los neumáticos han decolorado la carretera y se ha vuelto gris. También hace mucho sol.

—No significa que no vaya a aparecer nadie —murmura, inquieta. Se aproxima un poco más a la acera, pero no llega a subirse a ella, como si el bordillo fuera el sitio más seguro.

—Oye, no hace falta que te quedes en la carretera si no quieres. No vaya a ser que atraigas un atropello de verdad.

Me lanza una mirada que ha dejado de ser asustadiza. Es de esas a las que hay que hacer caso cuando te dicen que no quieren seguir con la broma. Sin embargo, vuelve al centro de la carretera, y esta vez empieza a caminar más deprisa, tanto que me adelanta y tengo que acelerar.

Cuando la sobrepaso, veo que está sonriendo, y ella echa la cabeza hacia delante y me adelanta.

—Ah, no. Eso sí que no.

Empiezo a correr y me vuelvo a poner a la cabeza. Cuando estoy a diez metros de ella reduzco el ritmo. Pero entonces veo que ella también ha empezado a correr y vuelvo a la carrera.

—¡El primero que llegue tiene derecho a tres preguntas del día sin derecho a veto! —me pica Amelia Eider, caminando de espaldas, por delante de mí.

—¡No es justo! —replico, aumentando la velocidad—: ¡Ni siquiera sé dónde está tu casa!

Se encoge de hombros, se da la vuelta y empieza a correr. La imito.

Nuestros pasos resuenan contra la gravilla como si saltara bajo nuestros pies, pum, pom, pum, pom. Cojo tanta carrerilla que las zancadas las doy casi sin tocar el suelo, y la bandolera me rebota contra la cadera, junto a la sudadera, que golpea la parte de atrás de mis muslos, mientras me voy aproximando a Amelia Eider. Su coleta bota al mismo ritmo que su mochila y su propia sudadera mientras corre, y nos vamos adelantando el uno al otro durante al menos ciento cincuenta metros, o tres minutos, lo que sea más largo, y nos reímos cada vez que el otro nos adelanta y cada vez que adelantamos al otro.

Hasta consumirnos en palabrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora