«Todo el mundo merece vivir una historia que deba ser contada, y yo pretendía ser tu inicio».
Amelia Eider lleva tres meses cayéndose a pedazos. Desde que su madre murió y fue incapaz de escribir una sola palabra sin que le doliera.
La vida de Neil...
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07| ROBBY, EL DE LA PELUCA DE PAYASO
Neil
El restaurante rebosa sonidos cuando una cuadrilla de personas vagamente familiares cruza las puertas. Se aproximan, encogidos y con las miradas disparadas a todos lados y sin detenerse en ninguno, a la parte de la entrada donde se espera para coger mesa. Paso junto a cuatro comensales levantando vasos vacíos que pongo en una bandeja que vuela por encima de sus cabezas antes de fijarme en ellos. Amelia Eider ha vuelto a absorber las estrellas de la noche en sus pupilas y lleva una chaqueta vaquera. Se ha recogido la maraña de muelles, que han pasado de un color barniz a uno oxidado, en una coleta. Lucía Aylis, a su lado, sonríe como una niña en una juguetería y pasa la vista de mesa en mesa, como si quisiera retratarlos a todos entre letras. Tras ellas, dos chicos algo más jóvenes con cara de lechuga mustia envueltos en pantalones de chándal y sudaderas intentan quedarse quietos, lo más pegados a las chicas que puedan. Uno de ellos tiene los mismos ojos de estanque nocturno de Amelia Eider y el pelo de color madera.
Me aproximo a dónde esperan.
—¿Mesa para cuatro?
—Neil —saluda Amelia Eider—. Este es mi hermano, Drew, y su amigo, Mike. Sé que no era el plan, pero... Espero que no te importe.
Echo un vistazo a los dos chicos que las acompañan. Drew le saca una cabeza a Amelia y a su amigo, esquiva la mirada y guarda las manos en los bolsillos, como si le diera vergüenza existir. Su amigo mira al frente y hacia arriba, quizás porque no es demasiado alto, pero al menos no se esconde. Tiene el pelo color paja y su misma viscosidad. Lucía me sonríe y Amelia Eider está contrayendo la mandíbula a la espera de un veredicto.
—Claro que no. Cuantos más, más propina. Venid, os daré vuestra mesa.
Les conduzco entre los asientos y las piernas que sobresalen de debajo de los manteles hasta un lateral con una mesa alargada y dos bancos mullidos enfrentados. Se sientan, en el banco de la izquierda Lucía y Amelia Eider, y en el de la derecha Mike y Drew Eider. Les tiendo cuatro cartas del menú.
—Ahora vuelvo a tomaros nota.
Vuelvo a la barra, desde la que puedo ver a Amelia Eider murmurar sobre la carta. Quiero acercarme y sentarme con ella a que me hable de lo que ha escrito, y preguntarle si ha terminado de leer Música para camaleones o qué opina de Truman Capote. Quiero que el silencio inquieto entre mi pregunta y su respuesta resuene por el restaurante, en vez de la avalancha de conversaciones enredándose unas con otras que impiden prestar atención a mis propios pensamientos que se escucha ahora.
—¿Quién es? —pregunta una voz ronca, que gorgotea las palabras, a mi lado. Me giro para enfrentarme a Robby, un chico de peluca de payaso, con la piel ribeteada por tantas pecas como granos de arena hay en las playas. Tiene las orejas grandes y su acné se confunde con los colores de su piel. Coloca vasos en las estanterías.