05| Medianoche en solitario

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05| MEDIANOCHE EN SOLITARIO

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05| MEDIANOCHE EN SOLITARIO

Can I Be Him James Arthur

Amelia

Jueves. Dos minutos para medianoche. Un ordenador encendido. Una aplicación abierta. La misma de siempre. Una página en blanco en la pantalla. Una lámpara de mesilla al lado. El horrible sentimiento de que, al acabar y cerrar la pestaña, le daré a "no guardar". Tres libretas abiertas por páginas en las que encerré la inspiración. Una línea vertical titilando en la pantalla en blanco, burlándose de mí, de mis dedos que tiemblan y los escalofríos de mi espalda. De mi mandíbula cerrada, del corazón que me duele en el pecho y que no palpita; el que solo roba oxígeno y forma un agujero.

He estado toda la semana pensando en que debía escribir algo. Lo que fuera. Para Neil o sobre él, para Joanna, para papá o para la señorita Fleurence. Ese pensamiento se reproduce en mi cabeza como los dos primeros versos de un estribillo sin continuación, ahogándome en la culpa y los remordimientos. Los mismos remordimientos que se agarran a mi pecho cuando miro el montón de libretas de mi escritorio y me pongo a pensar en ellas. Ahora hay una más, una aguja adicional que se me clava en las manos y en la cabeza.

Una sola frase. Dos palabras. Eso es todo lo que tengo que escribir. Algo que pueda contentar a todo el mundo.

No sale nada.

Cierro la tapa del ordenador con un portazo que debe canalizar y soltar la frustración. No es suficiente. El agujero del pecho se agranda, y siento otra vez el ardor en los ojos. Esta vez no tengo tiempo para contenerme antes de empezar a llorar, con los dientes apretados, con sollozos ahogándose en mí misma y el dolor en las manos que siento que solo puedo soltar arrancándole la cabeza a alguien. A mí, quizás. O rompiendo algo. El teclado del ordenador, por ejemplo. O el ordenador en sí.

Pongo los brazos sobre la tapa del portátil y escondo la cabeza en ellos. Quiero un abrazo. Un abrazo de mamá, en los que su piel y su ropa están frías, ella huele a alguna crema hidratante y sus dedos nudosos se aferran a mi espalda. En los que tengo que agachar la cabeza porque ella es más bajita que yo, y más menuda. Un abrazo con sus labios rozándome la nuca y la sensación de que todo, absolutamente todo, va a estar bien.

Pero no hay ningún abrazo, ni de mamá ni de nadie. El mundo de los sentimientos cálidos se ha despedazado, roto, y congelado, y ya no está. Y yo siento el cosquilleo en los brazos, el agujero en el pecho, la sensación de que me falta aire y que me contraigo en mí misma, como si pudiera abrazar mi propio cuerpo, a pesar de todo ello.

Miro a mi derecha, donde se amontonan las tres libretas con las páginas abiertas y la única que está cerrada. ¿Cómo se atreven a restregármelo en la cara? ¿A recordarme lo que fui y la miseria en la que me he convertido? ¿Cómo se atreven, esas antologías de papales garabateados, a estar abiertas, mostrando todo lo que he sido capaz de ser y se me ha arrebatado?

Hasta consumirnos en palabrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora