04| Pregunta del día

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04| PREGUNTA DEL DÍA

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04| PREGUNTA DEL DÍA

Amelia

La voz de Neil cambia cuando habla. No es la misma que cuando lee. Se vuelve más directa y menos armoniosa. Ya no parece ser el guía de una barca meciéndote por un mar en calma mientras te susurra secretos de las profundidades al oído, o de las calles inundadas de una Venecia imaginaria. Es, simplemente, un tipo extraño hablándote.

Sin embargo, eso no significa que deje de gustarme. Suelen molestarme los acentos, pero el de Neil es tan peculiar que me resulta curioso.

El miércoles por la mañana me acorrala en mitad de un pasillo mientras caminamos para llegar a nuestra primera clase y me sonríe. Lleva una mochila verde oliva al hombro y una sudadera negra. Las sonrisas le salen anchas y casi torcidas.

—¿Qué escribiste? —pregunta, nada más verme.

—¿Qué?

Estoy más pendiente de que no me aplaste la masa de alumnos que se mueven como una única consciencia y a la vez todos por un lado que en desentrañar sus palabras, como una marea de cuerpos humanos. Sin embargo, Neil parece darse cuenta y me aparta contra las taquillas, la orilla. El color de sus ojos corretea por sus iris y se hunde en sus pupilas contraídas por los fluorescentes del instituto cuando me mira.

—Anoche me mandaste un mensaje. ¿Qué escribiste?

Trato de hacer memoria y de recordar qué le mande exactamente. No recuerdo haber dicho nada sobre escribir precisamente para evitar esta conversación.

—Nada.

—Mentira.

Me muerdo el labio para retener los pensamientos de anoche. Un montón de minutos escurriéndose por la pantalla de un ordenador en blanco y un puñado de canciones haciendo de banda sonora de mi miseria. Ed Sheeran para deprimirme, Morat para enamorarme, Dean Lewis y Lewis Capaldi para dotarme de nostalgia y canciones con melodía alegre para ver si me animaba. Y un montón más, por si me inspiraban.

Finalmente, lo único que le hice a la pantalla fue cerrarla. No salió ni una palabra que no fuera un cúmulo de letras maltrechas y al azar resultado de la frustración de aporrear las teclas sin ningún fin. Por alguna razón, la hache se repetía en casi todas mis equivocaciones.

—No miento —le espeto. La única razón por la que le mandé un mensaje fue porque era la una de la madrugada y el papelito con su número brillaba en mi escritorio, al lado del montón de libretas al que recientemente había añadido la de la clase de escritura, encima de las otras tres. Y porque hacía meses que ni siquiera intentaba escribir. No sé si fue la propuesta de Joanna, la obligación de la señorita Fleurence, las súplicas en la mirada de mi padre o la charla con Neil, pero uno de ellos me empujó al lado del insomnio delante de una página en blanco y solo me atrevía a decírselo a uno.

Hasta consumirnos en palabrasWhere stories live. Discover now