16| ¿No te da miedo el vacío?

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16| ¿NO TE DA MIEDO EL VACÍO?

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16| ¿NO TE DA MIEDO EL VACÍO?

Up, Up & Away —Chance Peña (en bucle)

Amelia

He releído el primer relato que he escrito con mis propias manos desde hace más de cuatro meses al menos quince veces esta tarde. Creo que casi me lo sé de memoria. Se ha desdibujado en mi mente tantas veces que cuando lo leo solo veo el color amarillo, abriéndose paso como una carretera que se estrecha cuanto más cerca llega al horizonte, y sé que trata de unas bicicletas, girasoles y bocadillos, y una estampa que he visto decenas de veces, pero es como si mi imaginación la hubiera pintado Van Gogh y luego la hubiera diluido en agua.

Me apoyo la mano en la mejilla y dejo que resbale, que se hunda en la carne, que la manga de la sudadera me vaya a dejar marca cuando me la separe. Me aletean los párpados, me hacen centrarme en la letra H del teclado, en esa y en la S.

Yergo la cabeza y la mano se me balancea sobre el brazo, pende sobre él, dubitativo, hasta que dejo que los dedos se aferren a lo que hay detrás de la muñeca y lo rodeen. Con la única mano que tengo libre, la izquierda, levanto los dedos, bajo uno. El anular, que se acerca, con recelo, al teclado del ordenador, a la letra con la que creo que podría empezar algo. La Y, para formar un egocéntrico "yo" y extenderlo a la palabra desbordada por significados difusos y perdidos en el aire.

Abro un nuevo archivo de Word, cansada de la primera frase y la H de Hontalbilla, y escribo ese yo con mayúscula que suena a regodeo y gorgotea en la garganta. Suena una canción de fondo, petulante y repetitiva, que me dan ganas de odiar toda la música.

Estoy harta de saberme las letras de las canciones. De vivir con la misma melodía conocida en la cabeza y de que el modo aleatorio de Spotify haya dejado de sorprenderme. Quiero hundirme en las canciones, que me aprese la melodía, y morir con las letras desconocidas de una nueva canción que me durará una semana, quizás dos, en bucle y con constancia. Ha llegado un momento en el que no sé si es la luz o la música que suena a través de los auriculares, pero hay algo que hace que me duela la cabeza. Las canciones tristes me cansan, las alegres me sacan de contexto, las románticas me aburren y las nostálgicas las tengo muy oídas. Todo lo demás no me gusta.

He llegado con las canciones al mismo punto que en mi vida. Una monotonía agobiante que puedo soportar si la vivo día a día, pero que me agota de cara al futuro, hasta hartarme, mandarlo todo a la mierda y cambiarme de identidad. Incluso hoy, que he escrito, lo siento insípido y repetitivo. ¿Qué he hecho hoy que podría haber significado algo hace cinco meses? Nada, porque solo he dado un paso adelante después de retroceder toda la carrera.

Podría borrarlo todo y crearme una nueva personalidad. Podría ser mi propósito prematuro de año nuevo; reinventarme. Con otro nombre en redes, otro color de pelo, una cuenta de Spotify nueva donde explorar géneros desconocidos y otra forma de llamarme. Podría llamarme Katrina, como el huracán, teñirme de negro y andar con plataformas, cadenas en el cuello y mallas de rejilla. Podría enamorarme del primer pardillo que encuentre agazapado entre las taquillas del instituto o detrás de las gradas, romperle las gafas de pasta azul remendadas con una tirita y besarle apasionadamente hasta que a él le sangre la nariz o yo sienta algo. Luego me separaré y mi pintalabios negro le estará manchando la mitad del rostro. Tendrá un nombre largo y raro que no me molestaré en recordar, como Amadeus, porque lo habrá mascullado entre tartamudeos, y yo me despediré sin decir adiós, porque a él le sangra la nariz pero yo no siento nada.

Hasta consumirnos en palabrasWhere stories live. Discover now