XVIII. Reflexiones del corazón

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Una mañana de primavera, como una de tantas, Mischa se levantó algo cansado pero muy feliz.

Era más fácil para él despertar en esa época del año. Los pájaros se escuchaban fuera de la ventana desde temprano, adornando el comienzo del día con sus cánticos, el sol salía para levantarle el ánimo y el aire ya no provocaba el tiritar automático del cuerpo.

A través de las cortinas, los rayos solares calentaban los colores sobrios de la habitación y la convertían en un sitio agradable y brillante para despertar. Abrió los ojos lentamente, dando paso a la luz a través de sus retinas y miró perezoso al techo.

Ya con varios meses inmerso en el mundo culinario, Mischa había descubierto muchas cosas. Tenía la oportunidad de ganar más tiempo libre si se apresuraba en sus labores y ya había aprendido a través de múltiples tutoriales por YouTube a cocinar diversos y sabrosos manjares.

Algunos platillos no le salían para nada bien, sobre todo los postres, pero para eso siempre tenía de reserva algunas latas de conserva de frutas variadas, que pudiera añadir al helado de vainilla que religiosamente mantenía en la nevera. El helado nunca tenía pierde y siempre era bien aceptado.

Le gustaba su trabajo porque no era extremadamente demandante y, terminando su turno, no tenía más en qué pensar. Su vida era suya después de la cena y muchas veces salía con Yuuri o Phichit o leía algún libro.

Ser mayordomo le había dado a Mischa un estilo de vida que jamás Victor Nikiforov hubiese podido imaginar. Ahora podía cocinar, limpiar, administrar una casa y, sobre todo, tenía una familia que lo amaba y se alegraba de verlo los fines de semana.

Ese amor estaba implícito en cada almuerzo y cena juntos, en cada partida de cartas, de scrabble o de monopolio que compartía con la familia Katsuki.
Estaba implícito en las galletitas y el vaso de leche que le llevaba Hiroko por las noches, en las palmadas cariñosas en el hombro de Toshiya, en los mimos de madre que Hiroko le daba cada vez que podía y estaba implícito, especialmente, en el corazón de Mischa.

Mischa era una persona feliz, una persona valorada, querida y protegida. Tenía, quizás, un pasado nebuloso pero era, sin lugar a dudas, un desconocido orgulloso y satisfecho de su presente.

Mischa Katsuki amaba su vida y respetaba su trabajo.
Amaba su tiempo libre y amaba a su familia. Porque sí, para él no habían dudas en el corazón. La familia Katsuki era su familia. No se imaginaba una vida mejor.

Y lo único capaz de sobrecoger a su inocente y poco experimentado corazón era ese sentimiento de apego que había nacido en Mischa desde un tiempo atrás hacia el hijo menor de la familia Katsuki.

Yuuri era especial para Mischa por muchos motivos.

Era, como principal motivo, la persona que lo había salvado de la muerte, le había ayudado a recuperarse, lo había apoyado aunque fuese un desconocido sin pasado, un hombre sin perspectivas aparentes.

Yuuri lo había aceptado así, exactamente como era: un ser en proceso, en camino a conocerse, una persona que se estaba creando paso a paso y eso había generado un cariño por Yuuri que no tenía comparación.

Yuuri era un hombre transparente, sincero con sus pensamientos y opiniones, dadivoso con su tiempo y dedicación.

Mischa sentía muchas cosas por ese Yuuri con el que chateaba a cada rato, con el que iba al cine y con el que reía y jugaba en casa de los Katsuki.

Y justamente esas muchas cosas se encontraban ese día muy presentes en su cabeza, como nubes cargadas de preguntas sin respuesta.

¿Qué estaba pasando con él? ¿Por qué no podía dejar de pensar en Yuuri? ¿Eran celos los que Dema causaba en él? ¿Por qué había disfrutado tanto el contacto con Yuuri aquel día en que regresaron en el auto de Phichit? ¿Era acaso normal sentir la piel erizarse con el mero contacto con la suya? ¿Por qué su corazón tenía la necesidad de saber de él a toda hora?

Abogado de CocinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora