XXXIX. Tan cerca

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A esas horas de la noche, las calles de Moscú estaban desiertas y humedecidas por la lluvia que había caído un par de horas antes. El cielo, gris y carente de estrellas, parecía querer imitar el ánimo caído que Gregórovitch tenía desde que el otoño había empezado a azotar.

Su trabajo, al parecer, era lo único en su vida que no le molestaba en lo absoluto. Como ex miembro del escuadrón de investigación especial de la policía  rusa, el hombre sabía cómo obtener información rápido y sin problemas. Conocía a las personas correctas y había algo en su nuevo oficio que le daba aquella sensación de estar reviviendo los mejores años de su carrera. Ahora ese "oficio" le daba mucho dinero y, aunque no podía decir que ganaba una fortuna, lo cierto es que le permitía vivir cómodamente.

El hombre era de gustos sencillos, eso le había permitido moverse con un bajo perfil en todas las esferas de la sociedad moscovita. Era conocido y respetado dentro del rubro por ser bastante correcto al momento de conseguir información. Y es también por esa razón que ahora se hallaba allí, de madrugada, sentado en su auto mientras esperaba que el ministro de economía de Rusia saliera de pronto de ese hotel de cuatro estrellas, de la mano de su nueva amante, a expensas del dinero de su mujer.

Ciertamente no era su hora favorita para trabajar, pero aquel servicio pertenecía a sus responsabilidades. La paga era tan buena que en realidad no podía quejarse; además que el tipo le parecía un cobarde, dejando a la mujer con cuatro hijos en casa mientras daba rienda suelta a sus placeres carnales.

Llevaba horas esperando dentro del auto en el callejón a espaldas  de ese hotel. Todo el plan de seguimiento había sido, hasta ese momento, exitoso y deseaba tener la oportunidad para tomar una foto, grabar un video o sencillamente observar cómo Ilya Pankov terminaba de ensuciar su otrora pulcra carrera.

Con un café en mano, Gregórovitch miraba atento la puerta trasera de aquel hotel; en cualquier momento podría atraparlo con las manos en la masa y estaba contento sabiendo que ello le otorgaría el material que le faltaba para terminar el trabajo encargado.

El investigador seguía inmerso en sus pensamientos cuando, de pronto, el vidrio de su auto fue tocado con fuerza. Una mano grande, con un particular tatuaje de una luna y una rosa le permitieron saber quién osaba interrumpirlo.
Con molestia abrió el pestillo de la puerta y dejó que el hombre entrara en silencio al auto. Unos segundos de silencio sepulcral obligaron al recién venido a romper el hielo.

―Buenas noches, Gregórovitch… Te veo bien.

―No puedo decir lo mismo de ti, Voronin, al parecer la Bratva te maltrata.

El hombre gruñó incómodo, tratando de encontrar la mejor postura en aquel asiento lo mejor que podía, considerando su corpulencia.

Gregórovitch no tenía ganas de procrastinar.

―¿A qué has venido?

El tipo lo miró con recelo pero luego sonrió de forma macabra, mostrándole unos dientes dorados muy llamativos e intimidantes.

―¿Qué, acaso uno ya no puede visitar a sus amigos?

―Sabes muy bien que no somos amigos ―respondió el otro de inmediato―. A no ser que consideres que el presentar pruebas para encerrarte por veinte años haya contribuido para que estrechemos lazos...

Golpe bajo. El hombre pareció desencajarse con aquellas palabras sin no quiso hacerlo muy evidente.

―Te vuelvo a repetir la pregunta, Voronin. ¿A qué has venido?

El tipo suspiró. Al parecer no sería sencillo.

―Necesito información de alguien y sé que tú la tienes.

Abogado de CocinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora