Eros, el agridulce

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La tristeza golpea de la nada. Cualquier bipolar lo sabe. Puedes estar tranquilamente tomando un trago con amigos cuando de pronto sientes un vacío en la boca del estómago y todo empieza a parecer tan insulso. Sucede por las razones más estúpidas, como alguna palabra descuidada de alguien que jala un gatillo dentro de ti, o con algo como romper tu taza favorita. Por supuesto que yo tenía la defensa perfecta hacia ello: el silencio.

En realidad, no importa mucho cómo llega, importa más el tiempo que se toma en irse. Los episodios de manía- pues- hay mucho que arriesgar en esos momentos. Hay una especie de ascenso a una realidad superior, en la que eres dios. Se siente, si tuviera que describirlo en pocas palabras, como si fueses el personaje principal de una película.

Hay otra cosa que todos los bipolares saben: la gente solo te quiere cuando estás maníaca, cuando llega la depresión, ya no eres divertida.

Como sea, el caso es que me ocurrió precisamente eso en la mañana. Ocurrió aquella pésima experiencia en la que los sueños se desdibujan en recuerdos, y de pronto te levantas sin aire, golpeada por la melancolía. Como si mi vida fuera un caso varado y detenido; una falla o un defecto en la vida de los demás. El sueño no fue realmente algo tonto, pero sí fue –bajo los estándares usuales- algo normal y cotidiano; el problema es que lo que soñé ya no era algo normal o cotidiano en mi vida.

Era un desayuno en un sábado, mi familia estaba ahí. Recuerdo haber reído por un chiste de mi padre hacia mi madre, quien fingía molestia –pero la risa pronto la traicionaba-. Era uno de esos días en los que la luz se filtraba por las ventanas, y parecía todo etéreo, uno de esos días que uno nunca atesora porque asume que siempre estarán. "¿Puede venir Steph hoy? Preguntaba mientras conversaba con ella en el teléfono. "Ya sabes que Steph es parte de esta familia, puede venir cuando quiera" mi madre respondía. Recuerdo la seguridad que esa escena me hizo sentir, porque lo tenía todo en aquel momento: mi adolescencia perfecta, mi familia perfecta, mis amistades perfectas. M también aparecía en el chat de grupo. 'No, es día de chicas' respondía Steph luego de que dijera que él también estaba aburrido y quería unirse a nuestra junta. Dejé el celular en la mesa, boca arriba, sin nada que esconder; y volví a prestarle atención a mis padres. Asumo que, en realidad, no fue más que un vistazo a cada uno de sus rostros, pero en esta realidad creada, un halo dorado detenía el tiempo en sus sonrisas, y sabía que yo estaba sonriendo también.

Un pitido horrible me sacó del sueño, la alarma del celular. Como siempre, disfruté de esos 10 segundos de incertidumbre, en los que creía que iba a salir por la puerta y encontrarme con mi familia en la mesa listos para desayunar. Un segundo luego, la realización y melancolía golpearon mi cuerpo.

Recordé, en ese preciso momento, una frase de Orhan Pamuk, encontrada en internet y pegada en un post it en la pared: "Si hubiese reconocido este instante de felicidad perfecta, lo habría tomado y nunca dejado ir". La melancolía deja un vacío que no es tangible, y se siente como una enfermedad general en la todos los órganos se ven comprometidos.

Royce me conoce lo suficiente como para saber cuándo me encuentro con ánimos, cosa que vendría a ser cuando estoy bien en lugar de – no hay palabra como para describirlo- este Gregor Samsa tirada en la cama desde hace 4 horas, sin comer, sin siquiera ir al baño. Solo en la cama bajo las cobijas como si aquello me hiciese entrar a un mundo fantástico, como una niña pequeña en una casa del árbol.

Sé que me levantaré pronto, porque debo hacer las cosas que los adultos hacen, pero no quita que el proceso sea tan tedioso. Los huevos revueltos y el café que me dejó Royce hace un rato deben estar fríos, pero los comeré de cualquier manera.

La Intimidad Del Tacto LeveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora