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17 de junio de 2019

Tener a Zoe trabajando en la cafetería animaba mucho a Lydia. Desde que abrió el negocio y desde que comenzó a estudiar para el exámen de admisión en el curso de repostería, apenas tenía tiempo para quedar con sus amigos. No es que estuviera triste antes de que llegara Zoe, pero apreciaba tener alguien con quien pasar el rato charlando —ya que, al parecer, yo no era un gran conversador—. La tarde del domingo se la pasó parloteando sobre lo genial que era tener a alguien que supiera apreciar los dulces. En nuestra familia, a todos menos a ella nos gustaba más lo salado, así que entendía su punto y, de todas formas, Zoe parecía toda una experta en el tema.

La mañana del lunes quedaron mucho antes de la hora en la que abríamos la cafetería para probar los dulces que Lydia había hecho. Me las encontré en la cocina; mi hermana tenía una sonrisa inmarcesible y Zoe parecía tan perdida y pasiva como de costumbre. Me la podía imaginar flotando en medio del mar, con una expresión neutra, sin saber dónde acabará pero sin intriga alguna.

Le lancé el delantal y le ordené que fuera al mostrador. Luego me fijé en lo que habían preparado: unas piruletas decoradas como osos ridículamente adorables.

—¿No son geniales? —preguntó mi hermana entusiasmada.

Me encogí de hombros.

—No están mal.

—Oh, vamos, es muy buena idea —se quejó—, y ¡saben muy bien! Mucho mejor que si les hubiese puesto chocolate blanco.

Enarqué una ceja y me apoyé contra una de las encimeras.

—Pareces contenta. Asumo que no te arrepientes de haberla contratado.

—Asumes bien. —Asintió con la cabeza—. ¿Ves como yo tenía razón? Sé reconocer el talento cuando lo veo.

—Sí, vale. —Puse las manos en alto. En realidad, yo ya sabía que la decisión de Lydia había sido la correcta, ya que cuando se trataba de la cafetería siempre escogía bien. Solo por eso no me costó admitir que ella tenía razón.

—Ahora solo queda que os llevéis bien y habré acertado con todo —comentó con una expresión triunfante.

Puse los ojos en blanco. Eso ya era avaricia. Zoe y yo apenas intercambiábamos palabra durante las horas laborales que compartíamos y yo no tenía ninguna intención de cambiar eso. Ella solo iba a trabajar unas semanas; no merecía la pena que me acercara a ella. Ese escaso tiempo no bastaba para coger confianza y, de todas formas, yo no quería ser su amigo.

Aún así, he de confesar que la miraba más de lo necesario —y más de lo que miraba al resto de las personas—; en parte, porque tenía que supervisarla para evitar que cometiera algún error en su trabajo y, en parte, porque era muy diferente a lo que yo estaba acostumbrado.

Nunca parecía especialmente alegre, ni triste, ni enfadada. Tampoco era seria, nerviosa o calmada.

Alexia, mi madre, decía a menudo que las personas somos como pinturas, y Lydia siempre bromeaba diciendo que mi cuadro estaba tapado con una lona para el resto del mundo. Que tenías que destaparlo antes de llegar a conocerme y que, de todas formas, lo que se hallaba tras la tela era un poco difícil de comprender.

Zoe era un cuadro que, aún destapado, costaba descifrar. Abstracto, pero no lleno de colores extravagantes y formas irreales. Era más bien un lienzo que a simple vista estaba en blanco, y solo cuando te acercabas lo suficiente alcanzabas a ver las delicadas pinceladas de distintos colores, todos claros y sutiles.

«Si dijera estas cursiladas en voz alta, perdería toda mi seriedad».

En fin. Que era rara y punto. Original, si prefieres llamarlo de esa forma.

Zoe & Axel ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora