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A la mañana siguiente Tom se estiró con calma mientras que con sus ojos aún hinchados se levantaba de la cama. Lavó sus dientes y su cara, lo que lo hizo despertar aún más con el clima un poco frío y nublado de la mañana, más el agua tibia que aliviaba cualquier arruga que le quedara por el estrés. Recorrió la habitación buscando algo de ropa limpia.

Observó de reojo el cajón que estaría lleno de píldoras. Aparto la mirada como si no debieran de verlo fisgonear ahí. Cambió la dirección de su mirada hacia la de Eiden que parecía ser solo un bulto de sábanas y almohadas blancas, y así era. Eiden no estaba ahí, solo era ese bulto.

Abrió la puerta de su habitación después de cambiarse y buscar ropa cómoda para Eiden. Pensaba que solo estaría jugando por ahí o quizá en su habitación o en la sala jugando o viendo la tele.

–¿Eiden? ¿Dónde estás?– no hubo respuesta. –¡Eiden!– alzó la voz un poco más.

Unos pasos que parecían correr con prisa se escuchaban cada vez más cerca. Un golpeteo constante que se repetía como si pronto fuera a llegar pero no lo hacía. Se paseo por la casa buscando a alguien. Nadie estaba en las recámaras de los demás. El sonido se suspendió tan pronto como llegó hasta la última habitación que no había revisado.

Era un baño. El agua del grifo se vaciaba constantemente y se podía escuchar como unos susurros eran omitidos por el ruido del agua y ahora de la regadera. Un crujido lo espantó, había escuchado como el vidrio se quebraba y caía a montones por el piso. Una de sus piezas llegó hasta detrás de la puerta, llegando a encajarse en uno de los dedos del pie.—carajo.– se susurro mientras intentaba quitarlo.

Un pequeño susurro lo alarmó. Era de Eiden, después otro sonido más lo puso pálido. Había escuchado uno de esos gritos de un niño que eran desgarradores, esos que te desesperan porque sabes que no es un llanto de un berrinche, más bien, uno de dolor, uno que te paralizaba hasta la última parte del cuerpo.

La sangre escurría debajo de la puerta como si se hubiera inundado algo. Como si se hubiera puesto colorante rojo en el agua y se haya dejado caer de la bañera o del lavamanos. La puerta se abrió de golpe. Cerró los ojos con todas sus fuerzas mientras se preguntaba que demonios había ocurrido.

La sangre tibia se resbalaba sobre sus dedos, llegando a sus pantorrillas y esparciendo se en sus muslos. Sus manos temblaban más que nunca y un susurro que parecía ya no serlo tanto lo hizo despertar de la pesadilla.

Eiden estaba durmiendo a su lado acostado en su pecho mientras que las ventanas dejaban ver qué la luna aún estaba ahí y no daba rastros de que saldría pronto el sol. Se levantó respirando hondo y pesadamente, el sudor se esparcía por todo su cuerpo.

Era la primera vez que había soñado algo así desde que había...desde que había visto aquella droga y la había consumido. Los escalofríos no paraban y el frío que sentía no concordaban con la vestimenta del pequeño que eran de manga corta.

Salió de la habitación en silencio y bajo las escaleras. Tomo un vaso de agua y se lo tomó completo antes de volver a dormir, o quizá solo acostarse.

–¿Tom? ¿Qué haces aquí?

–Estaba buscando un poco de agua, Adrián. No te preocupes. Estoy bien.

–¿Seguro? Te noto un poco pálido.

–Solo tuve una pesadilla. Eso es todo– dejo el vaso en la mesa y dio algunos pasos para subir de nuevo.

–¿Y eso aún está allí?

Tom se detuvo en seco, pensando en que responderle si él tampoco lo sabía.

–Si, ya te lo dije, no te preocupes.

–No es verdad. No están allí.

–¿Qué? ¿A qué te refieres?– se dio la vuelta de nuevo.

Drogas, armas y un bebé Donde viven las historias. Descúbrelo ahora