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–¿Eiden, qué ocurre? ¿Estás bien?– preguntó Adrian entrando a la habitación.

Su bebé estaba aún asustado, se retorció un poco en su mismo lugar y se quejó una vez más. Adrian no sabía lo que pasaba.

–Papi...– gimotéo el bebé abrazando una almohada.

En ese momento recordó los problemas que había estado teniendo. Cargó al menor y lo subió en su regazo, abrió ligeramente su pañal por atrás y no vió nada, pero adelante se podía ver cómo el miembro de su pequeño comenzaba a cambiar poco a poco. Debía de ser doloroso si llevaba así un buen rato.

–¿Eiden?– obtuvo toda la atención de su pequeño niño.– ¿No quieres arreglar ese problema, pequeño?– Eiden negó con los ojos llenos de lágrimas que aún no salían completamente.

–¿De verdad, bebito?– Eiden asintió.

Probablemente no quería tocarse y aliviar la erección por algunos traumas, o quizá solo no quería hacerlo y le avergonzaba demasiado. Adrian no sabía que hacer, no podía hacer nada por su niño.

–¿Quieres tu chupete?– preguntó recibiendo una respuesta afirmativa.– bien, solo espera un poco.– bajó las escaleras corriendo en busca del chupete favorito de Eiden, tal vez eso lo calmaría mejor.

Al llegar de nuevo a la habitación observó como Eiden tenía una mano metida en su pequeño pañal y la otra sostenía una almohada tapando completamente su cara, que probablemente estaba muy roja. Al escuchar el mínimo ruido de su papi quitó la mano de su pañal y presionó más la almohada contra si.

–Eiden, está bien que lo hagas, no tiene nada de malo.– se acercó al menor y comenzó a acariciar sus cabellos dejando de un lado el chupete.

Unos sollozos se podían escuchar al otro lado de la barrera de algodón. Eran quejidos de dolor y a la vez de tristeza.

–Papá decía que estaba mal.

–Tu papá está equivocado, es normal hacer eso, solo tienes que meter tu mano y...

–¿Y qué?

–No creo ser el indicado para hacer esto ¿Quieres que yo te lo explique?– Adrián nunca había sido bueno explicando cosas íntimas, de hecho, siempre odió escuchar sobre la clase de educación sexual de algunos de sus conocidos. Eiden no dió respuesta alguna.

–¿Bebé?

–No lo sé.

–Puedes frotarte con la almohada, eso aliviará un poco el dolor.

–¿Frotarme?

–Si quieres puedo voltearme o salir de la habitación, cariño.

–No, no quiero hacer eso, solo quiero dormir.

–¿Quieres un abrazo de papi?– extendió los brazos, no tuvo que esperar mucho para que Eiden se hundiera en su pecho y aceptara el abrazo.

Minutos después Adrián lo arrullo en sus brazos cargándolo y moviéndolo por toda la habitación en brazos, mientras este tenía entre sus labios un chupete, específicamente su favorito.

Lo acostó a su lado y lo abrazó durante toda la noche, Eiden se había dormido en el pecho del más alto. Ahí fue cuando este tuvo un momento de pensar en lo que había pasado con Tom hacía unos cuantos minutos. Las mariposas en su estómago eran extrañas, se sentía como si estuviera enfermo.

No podría gustarle de verdad Tom. Era improbable que le gustara solamente porque sí. Pero el amor no tiene un rumbo que seguir. A la vez, el cajón seguía en su lugar. En un rincón. Las pastillas de ahí tampoco podrían hacer que sintiera esas mariposas. Cada vez que miraba a Tom se sentía drogado. Eso era lo que hacían las drogas. Estimulaban el cerebro para producir más lo que generaba la felicidad, la adicción.

El amor era como una droga muy peligrosa, en grandes cantidades podría matarte, en pocas podría desesperarte y en cantidades perfectas podrían no ser suficientes después. El amor nunca se conformaba, al igual que las adicciones. Solo podía causar daño.

A la mañana siguiente no sucedió mucho. Tom y Adrián se miraban como cualquier otro día y Alan está vez saldría de nuevo a ver qué conseguía por ahí, nunca fue mucho de quedarse encerrado. Eiden se encontraba en el regazo de Tom desayunando.

–Me voy.– avisó Alan antes de recoger una mochila.

–¿A dónde?– preguntó Tom.

–Iré a buscar algunas cosas que quería comprar desde hacía tiempo. Volveré en unos pocos minutos.

–De acuerdo, solo no tardes. Estoy seguro de que al pequeño no le gustaría eso.

–Descuida, antes de la comida estaré aquí.– cerró la puerta tras de él.

–¿Crees de verdad que esté bien?

–La última vez que salió regresó casi desmayandose. Yo no le creería.

–¿Papi, puedo salir yo también?– preguntó Eiden abriendo de nuevo la boca para recibir otro bocado. Los mayores se miraron entre sí.

–Podemos salir antes de que oscurezca. Quizá sería mejor esperar hasta que Alan llegue ¿Si, cariño?– el menor asintió contento en el regazo de su mayor masticando la última mordida de su comida.

Tan pronto como terminó completamente de comer y convenció a sus papis de que ya no quería más y eso era suficiente, se encerró en su habitación. Ambos chicos volvieron a quedar solos, en ese momento se puso algo incómodo el ambiente, eso no evitó que pudieran hablar.

–¿No has hecho tratos?– preguntó Tom.

– Aún no quiero hacer ninguno.

– Podrías vender la droga que tiene en su habitación.

– Lo pensaré. Solo no tienes que estresarte por eso.

–Lo sé, sé que todo estará bien.

–Las pastillas siguen ahí, Eiden está bien, Alan está bien y yo estoy bien.

–Tienes razón, quizá solo necesite descansar un momento. Iré a recostarme.– Tom se levantó de su asiento y pasó por los pasillos, observando su habitación. Esta todavía tenía todo en orden. Recordó las pastillas, de nuevo.

Él nunca había sido tanto de tomar drogas, no le apasionaba y si lo hacía entonces probablemente era por el estrés o el momento que pasaba. Pero esos medicamentos en su habitación, los que no debían de estar ahí pero aún así estaban habían sido fundamentales en su infancia y mayor parte de su vida. Sus padres las llamaban las pastillas de la felicidad. Como si te hicieran feliz. Solamente te drogaban en grandes cantidades por un buen rato. Tomas una y estás jodido, tomas más y ya eres adicto.

Quizá eso fue lo que ocurrió. Tal vez no fue intención de sus padres o no tenían idea de lo que era. Pudieron haber pasado más cosas si esos medicamentos no estuvieran en su vida. Pudo haber tenido una vida en la que no se necesitaba vivir en la calle. Pero agradecía el hecho de que sus padres estuvieran muertos, pues nunca hubiera conocido a nadie de los que estan ahora con él. Qué cruel para un niño de tan solo nueve.

Drogas, armas y un bebé Where stories live. Discover now