Capítulo 20

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Se limpió los nudillos en el baño, sabiendo que la había cagado al no saber dominar la ira. Se maldijo internamente unas cuantas veces antes de volver a su habitación.

—Nos vamos.

—Alan...

—Ni se te ocurra decir que estamos lejos y que podemos quedar a dormir aquí, porque no podemos, no después de lo que ha pasado —suspiró y le tendió la mano—. Vamos, princesa, e hora de volver a nuestro castillo.

Ella tomó su mano para levantarse y apretó ligeramente esta cuando sus dedos se entrelazaron. Salieron de la habitación y bajaron las escaleras juntos.

—Zaida —la llamó la madre de Alan—, ¿puedo hablar contigo a solas antes de que os vayáis?

—Mamá...

—No estaba preguntándote a ti, hijo.

Ella asintió ligeramente y soltó la mano de Alan, dándole una mirada cómplice.

—Danos cinco minutos y nos vamos.

—¿Estás segura de que quieres hablar con ella?

Volvió a asentir, esta vez sin agregar ninguna palabra, y caminó hasta la cocina con ella, dejando a Alan apoyado en el pasamanos esperando a la morena. Una vez solas, la mujer soltó un largo suspiro y miró a la joven.

—Lo lamento —susurró—. Me comporté como una idiota desde el principio, no tengo excusa, y ahora has de estar odiando a esta familia. Ódianos a nosotros, pero a Alan no, se nota que te ama y no me podría perdonar si por nuestros errores tiene que pagar él.

—Señora —tomó una profunda respiración—, solo quieres lo mejor para tu hijo, tal vez yo en tu lugar habría dicho lo mismo, no lo sé —mintió, ella jamás diría semejantes barbaridades—. Sé que no tengo la mejor carta de presentación. Soy consciente de que mi cuerpo no es el que más destaca. Soy una persona simple, con gustos normales, que no tiene ninguna afición. No soy la mejor estudiante, ni siquiera soy una estudiante promedio, pero soy sincera al decir que todo cuanto hago lo hago con mucha dedicación. Alan es ese chute de adrenalina que necesitaba cuando estaba por recaer y yo eso no voy a saber agradecérselo en la vida.

Ella la escuchó en silencio, sabiendo que se había equivocado desde el primer momento al criticar lo que veía y por no fijarse más allá.

Era de corazón noble. De sentimientos sinceros. De amor duradero. Era lo que él necesitaba pero no se atrevía a tener.

—Gracias por llegar a su vida —le acarició la mejilla con delicadeza—. Por amar tan intensamente.

—Yo no dije el verbo amar en ningún momento.

—No necesitas hacerlo, Zaida, sé leer entre líneas —le sonrió—. De nuevo, perdón por todo, se me cae la cara de vergüenza. Sobre todo por lo de mi marido, no voy a defenderlo, no sé que demonios se le pasó por la cabeza para tener semejantes intenciones.

—Olvídate —pidió, sabiendo que ella no podría hacerlo—, ya está en el pasado.

Alan se asomó por la puerta. Ya había pasado el tiempo que habían establecido. No quería seguir en esa casa ni un solo segundo más, velaba por la seguridad de la princesa que había llevado equívocamente al palacio que no debía. Ya era momento de traspasar fronteras y volver al lugar donde ellos reinaban.

—¿Nos vamos? —insistió.

—Nos vamos —afirmó ella—. Diría que fue un gusto, pero estaría mintiendo y me enseñaron por ahí que mentir es malo.

Sonrió de lado y camino hasta Alan para volver a tomar su mano y, esta vez si, salir de casa. Él se pasó las manos por el rostro cuando entraron al coche, su mirada de arrepentimiento le dijo más de lo que podría decirle con palabras y, honestamente, Zaida tampoco estaba preparada para escuchar ahora lo que él tuviera que decírselo.

—Solo vamos —señaló con su cabeza la carretera.

Él la miró, entendiéndola al instante. Tomó su mano y la llevó a sus labios para dejar un beso en esta antes de encender el coche y arrancar hacia su destino. No hablaron mucho en el trayecto, las palabras sobraban cuando las demás emociones gritaban.

Cada uno iba con sus cosas en mente, pero siempre pendientes de quien tenían al lado.

Alan no preguntó, directamente la llevó consigo, como si ese fuera su lugar seguro. Pero su lugar seguro no era un lugar, era una persona y era él. No necesitaba a nadie más para sentirse protegido.

—Hemos llegado —avisó lo obvio en cuanto aparcó, ambos salieron casi a un mismo tiempo y después caminaron juntos—. No llegamos al postre y sé lo mucho que te gusta a ti la tarta de tres chocolates.

—Se me ha quitado el apetito, sin importar que sea tarde de tres chocolates.

—¿Y si mañana salimos a comer? Invito yo.

—No vas a invitar tú siempre.

—¿Por qué no?

—Porque no es justo y porque no me da la gana de que siempre saques tú la cartera, yo también tengo una muy bonita para lucir, si solo la sacas tú no voy a poder presumir de ella.

—Ya, échale la culpa a la cartera —murmuró divertido—. ¿Y si vamos a medias?

—¿Qué problema tienes con que pague yo?

—Ninguno, pero...

—Ah, tienes peros.

Puso los ojos en blanco. Al menos ya se sabía quien ganaría en las discusiones.

—Tú invitas —dijo rendido.

—Por eso me gustas tanto —le besó la mejilla de forma sonora y fue directa a la habitación para quitarse la ropa.

—Por eso te gusto tanto —repitió divertido, siguiéndola—. Y yo pensando que te gustaba por otras cosas.

—Si, todo lo que estás pensando también.

Él soltó una risa, le gustaba así de directa, sin necesidad de alcohol que le soltase la lengua, sin insistencia de palabras para que hablase con la verdad. Aunque no lo pareciera, iban progresando y no quería ser él, quien con sus palabras, lo echara todo a perder.

¿Cómo iba a expresarse frente a ella de la manera que lo hacía cuando no estaba?

Si hablar bien de ella le resultaba tan fácil, venían tan pronto las palabras bonitas, salía tan rápido la sonrisita tonta.

¿Podría dominar a alguien más cuando no se dominaba ni a sí mismo?

Necesitaba reconducirse.

Húmedas sensaciones Where stories live. Discover now