Capítulo quince

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Llovía.

No podía maldecir más a Galicia porque un día hacía sol y al siguiente temporal. Ni los meteorólogos entendían la situación, así que no me pondría yo a debatir sobre ella. Solo me apetecía quejarme.

Odiaba el clima.

Y más que nada, odiaba correr.

Por la mañana había hecho frío, pero no cayó ni una sola gota, por lo que no había llevado paraguas. El cielo estaba demasiado oscuro como para predecir si habría nubes, me limité a no darle importancia e ir a clases sin más. Ahora me arrepentía porque tenía que irme corriendo si no quería terminar con una pulmonía.

Mamá trabajaba y yo no tenía la suficiente confianza con nadie como para pedirle que me llevase a casa.

A casa de los Vélez.

Estaba saliendo todo mal ese día, cuando llegara a casa lloraría lamentándome de haber nacido.

O quizá lo haría antes.

Casi me resbalo dos veces durante el trayecto porque, como es de esperar, el suelo estaba mojado y al ir corriendo aumentaban las posibilidades de matarme. Al final llegué sana y salva, pero como la suerte no estaba de mi lado, no había nadie en casa. Toqué la puerta varías veces, grité para llamar su atención y como última medida saqué mi teléfono para buscar su nombre en Instagram y tratar de comunicarme con él.

—Lo que me faltaba —suspiré, derrotada.

Quería ser positiva, pensar que quizá no había llegado todavía y que no se tardaría mucho, al fin y al cabo fue él quien insistió en que hiciéramos el trabajo en su casa.

Pero pasó media hora.

Pasó una hora entera.

Pasaron casi dos horas.

Y lo único que conseguí fue un visto de su parte, además de terminar con mi ropa mojadas.

Estaba enfadada. Christopher sabía como cabrearme de las peores maneras siempre. Me odiaba también a mi por haber confiado en sus palabras, pero sobre todo lo odiaba a él por dejarme como una tonta ahí esperándolo. Si le había surgido un improvisto podría haberme avisado, decirme algo en algún estúpido mensaje, pero no, prefirió ignorar los míos.

—¿Cyra? —la voz hace que levante la mirada del teléfono, uno de los trillizos estaba allí, con las llaves de casa en su mano. No podía ver de quien se trataba porque la capucha de la sudadera me lo impedía.

Así que no dije nada. Apreté los labios para no sentirme más patética todavía y me aparté para dejarle pasar.

Él se hizo caminó y abrió la puerta para después hacerme un ademán de entrar.

—Entra —indicó, sacándose la capucha para acomodar su cabello.

Christen.

Claro, debí deducirlo por las respuestas cortas.

—Cyra, estoy tratando de ser amable, ¿quieres entrar de una jodida vez? —pidió, con su característico tono cortante, al ver que me negaba a hacerlo.

—Es que... Estoy mojada —me señalé con obviedad.

Christen se mordió los labios al mirarme y luego echó su cabeza hacia atrás cerrando sus ojos y luchando para no sonreír.

Caí en que lo que había dicho tenía un doble sentido importante.

Me sonrojé al instante, fue inevitable, no me imagina que justamente fuera él quien pensara en semejantes cosas.

—¡Oh, venga! Ya basta —gruñí, pasándome una mano por el cabello—. No es gracioso.

—No, no lo es —admitió, extendiendo su brazo para tomar el mío y obligarme a entrar en su casa—. Vas a enfermarte.

—No voy a quitarme la ropa y ponerme la tuya —advertí.

En los libros siempre pasaba eso, ¿no?

Ya me jodería protagonizar un cliché con él.

Me miró con las cejas fruncidas durante un instante, después de encogió de hombros como si realmente no pudiera interesarle menos mi decisión.

—No tenía intenciones de verte sin ropa, ni tampoco con la mía —admitió.

—¿Algún día dejarás eso? —cuestioné, frustrada—. Sé que no te gusto, pero no tienes que decirme siempre cosas insultantes que pueden herirme.

Estaba exagerando, yo misma me daba de cuenta, pero había tenido un día pésimo y no me apetecía nada tener que aguantar este tipo de cosas.

—En ningún momento dije que no me gustaras, no sé cómo has podido llegar a esa conclusión.

No sé, hombre, intuición femenina. ¡No te jode!

Que ganas de mandarlo a la mierda y ganarme otro enemigo.

Bah, como si ahora fuera mi amigo.

—Mejor que no te guste, yo ya tengo a Christian —solté la mayor estupidez que podría haber soltado.

¿Por qué?

Sus ojos chispearon y una sonrisa se torció en sus labios.

—No me digas —sonó aburrido, pero solo había que mirar sus ojos para darse cuenta de que no se aburría en absoluto.

—Si... El otro día iba a besarlo —le hice saber, intentando bajarle esa arrogancia de creerse un sabelotodo.

—Algo de eso he escuchado, si —chasqueó su lengua, casi desinteresado—. Christian y Christopher discutieron con respecto a eso, pero no creo que fuera cierto.

—¿Que no fue cierto el que? ¿Que iba a besarlo? Pues claro que si —defendí una vez más.

—¿Ah si? —se acercó de manera peligrosa—. ¿Querías besarlo? ¿Te imaginabas el sabor de sus labios?

—Si —susurré, tragando saliva para no quedar como la mayor cobarde del planeta—. Eso hacía.

—¿Y como son sus besos en tu imaginación?

—Dulces —admití.

—Tú no quieres algo dulce —señaló, nuevamente seguro de que lo que decía era cierto.

—Tú no puedes saber lo que quiero —espeté.

—No puedo saberlo pero lo sé —sonrió, llevando su mano a mi nuca, su tacto me quemó la piel en poco tiempo—. Tú quieres algo así...

Entonces me besó.

Su beso me embriaga. No tengo ni idea de cuánto dura, solo puedo centrarme en el exquisito sabor, el calor y la fuerza de sus labios. Del hambre de su boca.

Besaba con rabia, pero de una manera jodidamente inigualable.

Áspero, caliente, animal.

Al mismo tiempo tan frío, duro y agresivo.

Quería perderme en ese jodido beso.

Pero entonces se separó, casi de manera brusca, dejándome jadeante.

Sus ojos, ahora más oscuros, me miraron y yo volví a tragar saliva, porque me sentía aturdida, perdida, con el corazón latiendo más de lo que debía y con mis pulmones exigiéndome aire.

¿Efecto Vélez?

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