Capítulo Uno.

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 —Está bien, Ana. Por aquí.

—Abigail —le corregí—. Abby.

La morena gafapasta que estaba a punto de conducirme hacia mi nueva vida me miró con expresión de «lo siento mucho».

—Abby —rectificó ella con una falsa sonrisa estudiada—. Acompáñame. Voy a presentarte a la que será tu jefa.

Mi estómago se puso del revés. Nunca había tenido una jefa. Quiero decir, no una tan importante como la dueña de una conocida empresa de publicidad. Había tenido varios trabajos, claro que había tenido jefas, jefes... pero esa vez sonó demasiado «fuerte». Palabras mayores.

La morena contoneaba sus caderas con elegancia mientras me hablaba de las diferentes secciones y señalaba con el dedo las salas según íbamos pasando. Todas y cada una de ellas destacaba por sus enormes cristaleras, luminosas, estilosas. Invitaban a trabajar. Los ocho litros de perfume que se había echado la mujer esa mañana golpeaban mi nariz y solo podía concentrarme en su melena ondulada bailando de un lado a otro. Mi cuerpo estaba rígido, como si fuera camino al matadero. No me importaba lo que decía, solo quería llegar y sentarme frente a La Jefa. Lo imaginaba como en las películas. Cuando el nuevo llega y se encuentra a su superior en un gran sillón de cuero, con rostro serio gestionando cosas en un ordenador. Se pasa frente a él cinco minutos siendo ignorado con éxito hasta que baja la tapa del portátil y finge que le importa su presencia.

Me iba a decepcionar mucho si la realidad no era así.

—Aquí está la sala de descanso —dijo haciendo un pequeño parón y girando sobre sus tacones para mirarme—. Te vendrá bien en tus ratos libres. La máquina expendedora te salvará de muchas. Prueba ese de chocolate blanco —señaló una barrita y esbozó una sonrisa—. Es orgásmico. Pero casi siempre están agotadas. Aviso.

Seguimos caminando por el amplio pasillo enmoquetado. Me contó que el ambiente de trabajo era muy bueno y que estaban muy unidos. Que solían hacer comidas y alguna que otra escapada. Que tenían su propia fiesta a la que acudían famosos de todas las categorías para darle algo más de vida y que la empresa era una de las mejores posicionadas de España. El nivel estaba alto. Tendría que trabajar duro para no decepcionar a nadie.

Pero sobre todo para no acabar de patitas en la calle.

Tenía que prestar mucha atención pues hablaba mientras caminaba y me daba la espalda todo el rato, pero entre todo lo que dijo escuché un: «la dueña solo quiere contar con los mejores».

¿Los mejores? ¿Y yo estaba entre ellos? Había algo que no me cuadraba. Se tenían que haber equivocado al ver mi currículum, seguro. Ser «la mejor» significa que no hay nadie por encima de ti, que tú eres la puta ama. «Yo no soy esa persona», pensé colocándome bien la pequeña mochila que había traído conmigo.

Paramos frente a una puerta cerrada y la señaló. Se dio la vuelta para encontrarse con mi cara de corderito asustado.

—Aquí es. El despacho de tu jefa. Como sabrás, y sino lo pone aquí —señaló la placa de la puerta, grande y reluciente—, es Doña Addison Lane.

«Doña», repitió mi cabeza. Qué feo sonaba.

Asentí fingiendo que ya conocía su nombre de antes pero no tenía ni idea. Había hecho una búsqueda rápida en Google nada más colgar el teléfono el día que me dijeron que contaban conmigo. Supe que la empresa era una de las mejores y sí, leí que la jefa era una estirada, pija y con dinero. Pero no me paré a buscar su nombre. Solo quería saber la cantidad de dinero que cobraban los empleados. ¿Para qué vamos a engañarnos? Había sido todo muy precipitado: una llamada el viernes por la tarde para decir que querían contar conmigo, salida el sábado a celebrarlo por todo lo alto (con borrachera y ligue incluido), domingo de resaca y ya estábamos a lunes frente al despacho.

Addison LaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora