Capítulo catorce

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Esa mañana todo me ponía cachonda. Estar en los pasillos de la oficina, en mi despacho, la sala de descanso, el baño. Ver los informes sobre mi mesa firmados por ella... ¡todo! Era un maldito calvario. ¿Quién me mandaría liarme con la jefa? Suspiré dejando escapar la tensión de mi cuerpo. Pensar que en cualquier momento me la podía encontrar por el pasillo me ponía tan nerviosa que sentía ganas de vomitar. La imagen de nuestras bocas fundiéndose en una sola no salía de mi mente desde hacía tres días. ¡Y qué imagen! Repetiría ese momento una y mil veces. Mentiría si dijera que no fantaseé con hacerlo en su despacho, en el ascensor, al lado de la máquina de snacks. Cualquier sitio era bueno para besarla de nuevo.

El idiota de Álvaro pasó al menos cuatro veces por la puerta de mi despacho. Todas y cada una de ellas mirando hacia dentro con una mueca de asco. «Yo me he besado con Addison y tú no, come mierdas», pensé la última vez que pasó con aire de superioridad. Recé durante toda la mañana para no encontrarme con Addison ese día. Volver a mirarla a la cara después de aquella noche sería difícil. ¿Qué haría ella? ¿Se comportaría de nuevo como si nada hubiera pasado? Al menos ahora sabía que fingir le daba morbo. Cerré los ojos unos segundos en busca de inspiración y todo lo que pude visualizar fueron esos dos ojos azules acercándose a mi cara, su boca entreabierta, su mano en mi muslo y esas ganas locas de besarme.

Los abrí de golpe y la silueta de Vanesa apareció delante de mis narices.

—Hola. Perdona no he llamado.

Esbocé una sonrisa para hacerle ver que no importaba y giré la silla acomodándome frente al ordenador.

—¿Qué tal estas?

Buena pregunta.

¿Qué tal estaba?

¿Cómo está una persona después de haber pasado el viernes por la noche en un garito mal iluminado, bebiendo, bailando y comiéndole la boca a su jefa? Pues así era como estaba. «Bien», no era la mejor respuesta.

¿O sí?

—Addison me ha dicho que te entregue esto —me tendió un sobre en la mesa y lo miré como si de una bomba nuclear se tratase. Vanesa sonrió—. No te asustes, no es nada malo. Es trabajo.

Obvio que era algo de trabajo pero me daba miedo abrir aquello. ¿Y si le había dado por jugar y lo que contenía dentro era una nota suya diciéndome lo bien que se lo pasó? ¿Y si era una foto suya? ¿Y si... y si era mi carta de despido?

—Abby... —dijo Vanesa dando unos golpes sobre la mesa. Parpadeé varias veces volviendo a la oficina, a la realidad y la miré—. Que de verdad que no es una bomba.

—Perdona, estoy un poco espesa esta mañana.

—¿Has desayunado? ¿Quieres tomar algo?

—No. Estoy bien.

—Vale, si necesitas lo que sea ya sabes —retrocedió unos pasos para salir por la puerta pero si giró para decirme—. Doña Addison sí que está rara esta mañana.

No me dio tiempo a decirle nada, tan pronto como me dijo esto, se dio la vuelta y salió de mi despacho. ¿Addison rara? ¿Y por qué? ¿Estaba nerviosa por si nos encontrábamos? ¿Dónde había quedado su aire de superioridad y su porte de: «yo soy la jefa, quítate que voy a pasar»? Si Addison estaba rara era porque no salía de su cabeza nuestro encuentro, sus palabras, el discreto beso que nos dimos. Apostaba a que ella también se quedó con ganas de más. O seguro que estaba rara porque no podía dejar de pensar en algún proyecto y no en mí.

Me concentré en el trabajo, hice varios artículos y preparé dos o tres publicaciones para Instagram. No me llevó mucho más de dos horas. Trabajo bien repartido. Cada vez se me daba mejor aquello. Mi capacidad para crear era sorprendente. Hasta yo misma alucinaba con la rapidez con la que podía crear un artículo. Y no uno cualquiera sino uno goloso y atractivo.

Si había un supuesto viaje con Addison y un miembro de la empresa, ese miembro era yo. Rendía más que todos esos paletos juntos, más que el estúpido de Álvaro. Addison tenía que ir conmigo a ese viaje. ¡Oh, y qué viaje íbamos a pasar! No se arrepentiría en absoluto de su elección.

A las doce me fui a la sala de descanso. Me tomé un café con doble de azúcar y un donut de chocolate. Estuve mirando una revista cutre de la mesa mientras el café se enfriaba un poco y mi sufrimiento empezó cuando Álvaro cruzó la puerta (¿acaso me olía y venía cuando yo estaba en mi momento?).

—Buenos días —dijo sin mirarme.

—Hola.

—Vaya, te has dignado a contestar —metió la moneda en la máquina y esperó.

—¿Cómo va tu proyecto? —La pregunta era a traición. Sabía que lo llevaba fatal. Este me miró de reojo y no respondió—. Veo que bien.

—No empieces, Abigail —su voz sonó grave y rugosa. Sopló su café y siguió ahí quieto sin mirarme—. No empieces.

Lo último que me faltaba esa mañana era pelearme con Álvaro, así que decidí callarme y hacer como si no existiera. ¿En qué momento habíamos llegado a odiarnos tanto? Le podría partir por la mitad solo con mirarlo.

Agarré el periódico y lo puse delante de mi cara para evitar que me viera y evitar verle. No quedó contento así que siguió hablándome a pesar de tener el periódico como barrera.

—¿Piensas estar aquí toda la mañana?

No contesté. No me inmuté. No me moví. Seguí leyendo el periódico.

—A doña Addison no le gustan los descansos largos.

Bajé el folio lo suficiente como para mirarle por encima y lo volví a subir mostrando indiferencia. «Te voy a decir yo lo que le gusta a doña Addison», pensé. «Le gusta que se lo hagas rápido, que le des besos en el cuello y que le comas la boca como si fuera lo último que fueras a hacer en tu vida».

—Tienes que tener más vista si quieres continuar en esta empresa.

Me levanté, dejé el periódico en la mesa y me paré a su lado.

—¿Me quieres dejar en paz? Preocúpate de tus cosas, no de las mías.

—Sí, sí... pero yo de ti los descansos los haría más cortos.

Arrugué el ceño y fruncí los labios. Lo único que quería era pegarle un puñetazo.

—Mira... Álvaro, es posible que esté muy por encima de ti y tú ni lo sepas. Así que, calladito estás más guapo.

Él esbozó una sonrisa y desvió la mirada.

—Si lo que estás haciendo es intentar sacarme de mis casillas, no lo vas a conseguir —Susurré en su oído y me fui triunfante.

El resto de la mañana lo pasé tranquila en mi despacho. Ni rastro de Addison. Parecía que se la había tragado la tierra. Normalmente la veía pasar de aquí para allá por el pasillo. O ir cargada de papeles hasta su despacho pero esa mañana, era diferente. La voz de Vanesa diciendo «Doña Addison sí que está rara esta mañana» resonaba en mi cabeza cada cinco minutos. ¿Qué le pasaría? ¿Estaría relacionado conmigo? ¿Con el trabajo?

«¡Mierda! Ahora me muero de ganas de verla», pensé apretando con fuerza la mandíbula. «No, no, no. Mejor que no. Si pasa más tiempo, será mucho menos incómodo».

Terminó mi jornada laboral, recogí, ordené mi despacho y salí pitando de la oficina sin mirar atrás. Si la vida no me había puesto en toda la mañana la perfecta cara de Addison delante de las narices, tampoco quería verla al final del día. Me encerré en mi coche y suspiré agarrando con fuerza el volante. Me abroché el cinturón y entonces fue cuando a mi lado paró un coche elegante, negro, reluciente, grande. Un Jeep Compass. De él bajaron dos esbeltas piernas. Subí la vista para encontrarme con Addison, sus gafas de sol y su travieso mechón al viento. Pareció no darse cuenta de mi presencia dentro del coche. Me quedé muy quieta como si eso fuese a hacerme invisible. La observé. Se colgó un bolso negro al hombro, cerró el coche apretando el mando a distancia y pasó de lado entre su vehículo y el mío dejándome ver su elegante escote por la ventana. «¡Madre mía!», pensé. «Ahí va una Diosa». Contoneó sus caderas hasta llegar a la puerta de entrada y desapareció. Dentro de mi pecho una marea de emociones. Estaba alterada, como si hubiera corrido media maratón. Necesitaba ayuda psicológica y solo podía contar con las mejores para ello: mis amigas.

Addison LaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora