Capítulo treinta y cinco

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La tensión con la que fui a trabajar esa mañana no se la deseo ni a mi peor enemigo. Me dolían hasta los párpados. Mi cuerpo estaba rígido y mis dedos no respondían sobre el teclado del ordenador. Para colmo no podía concentrarme. El trabajo que podía haber hecho en una hora, me llevó dos y media. Tenía que parar cada cierto tiempo para frotarme la cara, tomar aire y contemplar las bonitas vistas desde mi gran ventanal del séptimo piso. Las primeras tres horas de trabajo las pasé encerrada en mi despacho sin ver a la jefa. Recé para que fuera así el resto de la mañana.

—¡Buenos días por la mañana!

La voz de Vanesa me hizo dar un salto de la silla. Me llevé una mano al corazón mirándola con cara de asesina.

—¡La madre que te parió! Casi me matas.

—¿Qué pasa, pensabas que sería otra persona?

—No puedes entrar a los despachos de la gente siendo tan silenciosa —me quejé—. Y gritando de repente de esa manera. ¿Sabes que me puede dar un infarto aunque sea joven?

Vanesa esbozó una sonrisa.

—Dime la verdad, pensabas que era ella. ¿A que sí?

No respondí. Volví a centrar la mirada en la pantalla del ordenador.

—¿La llamaste? ¿De qué querías hablar con ella? ¿Qué ha pasado?

—Ya... déjalo.

Ella se acercó a la mesa y apoyó las manos para mirarme más de cerca.

—Dímelo todo.

—No.

—¡Por favor!

La miré de reojo.

—Todavía no puedo hablarte de ello.

—¡No puedo estar así todo el día! Soy demasiado cotilla como para esperarme.

Esbocé una sonrisa y me eché hacia atrás en la silla.

—¿La has visto hoy?

—Siempre me preguntas lo mismo. No voy a decirte nada.

Se hacía la dura..., y todo porque quería saciar su sed de información.

—Eres mala.

—Tú sí que eres mala.

—¿Qué cara tiene esta mañana? Dímelo.

—No —negó rotundamente—. Si quieres saber qué tal está, ve a su despacho. Estará allí toda la mañana.

La idea de ir a verla a su despacho de repente no me sonó tan mal. ¿Era demasiado locura ir y hacerle una encerrona? Tendría que comportarse. En el trabajo no podía ponerse echa una furia ni podía escapar. Tendría que atenderme como a una empleada más. Estaba en mi derecho de ir a hablar con la jefa.

Así que allí que fui.

La puerta estaba cerrada.

Tomé aire antes de llamar.

«Adelante», escuché que dijo completamente ajena que la que iba a aparecer al otro lado era yo.

Vi como tragó saliva cuando entré, se apresuró a organizar los papales sobre la mesa y adoptó su postura de persona rígida y sin sentimientos. Le hice un gesto con la mano a la silla que tenía delante. Ella me dio permiso con la cabeza para sentarme.

—Buenos días —dije.

—Buenos días, señorita Abigail.

«Oh, ya marca la distancia en la primera toma de contacto», pensé con una sonrisa interna. «No vaya a ser que se me olvide que es la jefa y que ella está por encima de mí».

Addison LaneDove le storie prendono vita. Scoprilo ora