Capítulo 51

120 17 10
                                    

3 de septiembre de 2022, San Rafael, los Pirineos



—¿De veras te ha amenazado? Me sorprende enormemente, te lo aseguro. Siempre me ha parecido un hombre muy tranquilo... muy sereno.

—Curioso adjetivo. A mí lo que me parece es que está muy muerto, papá.

Intentó silenciar mis palabras chistándome, pero al fondo de la barra Armando Mosquera nos escuchó. Era curioso, pues se suponía que estaba medio sordo, pero por el modo en el que me miró con sus ojos vidriosos de anciano de casi ochenta años, lo supe.

No me detuvo. Llevábamos una hora en el sótano del Mesón de los Corderos, charlando y saludando, y después de tres cervezas tenía la lengua bastante suelta. Tras compartir con Milo mi experiencia con Luís, él se había visto sorprendido ante su comportamiento, pero solo hasta cierto punto. En el fondo, no lo conocía demasiado. Mi padre, por el contrario, había tenido mucho más trato, por lo que me interesaba especialmente conocer su opinión al respecto. El "buen chico" había enseñado los dientes, y eso me preocupaba.

Pero a él no, claro. Mi padre estaba convencido de que era culpa mía, de que había hecho enfadar a Escudo, y aunque no lo decía abiertamente, estaba un poco ofendido. Molesto conmigo, incluso. A saber qué pensaba que había dicho.

—Intentemos no escandalizar a nadie, anda, no es necesario —me pidió en apenas un susurro—. Hay cosas que no hace falta decir.

—Pero imagino que esta gente sabe que está muerto, ¿no?

—Haz cálculos: aparenta cuarenta y debería tener noventa. Obviamente, hay algo raro en él, todos somos conscientes de ello.

—¿Y sois conscientes de que está muerto? ¿De qué tiene la espalda llena de puñaladas?

Mi padre no respondió, pero sí lo hizo Armando. Aquella noche había mucha paz en el restaurante, por lo que era fácil escuchar cualquier conversación. Además, éramos muy pocos. Además de nosotros tres había un par de forestales ya jubilados al fondo de uno de los bancos, mirándonos con curiosidad. No sabía hacía cuánto que habían dejado de charlar para escucharnos, pero era evidente que al menos la última parte de la conversación la habían oído.

—Ocho, para ser más exactos —indicó Armando, cerveza en mano—. Se las dio Susi antes de que Ordoñez le pegase un tiro. ¿Te acuerdas, Miguel?

Uno de los hombres del banco, el del pelo blanco y ojo derecho ciego, asintió. Sinceramente, ni mi padre ni yo teníamos la más mínima idea de qué estaban hablando, pero para ellos no parecía una historia especialmente lejana.

En el fondo, todo lo vivido cincuenta años atrás les había quedado grabado a fuego a todos, pero sobre todo a los escasos supervivientes.

—¿Quién es Susi? —pregunté con curiosidad—. Por cierto, soy...

—Elisa Martín —me interrumpió el otro anciano desde el banco. Este estaba calvo y rondaba los noventa como poco—. Todos sabemos quién eres, pequeña. Nos criamos con tu abuelo... a tu padre le conocemos desde que era un crío, verdad, ¿Pedro?

Eran la generación anterior a la de mi padre, la de mi abuelo. Antiguas camaradas de la reserva que, aunque no todos habían trabajado directamente para ella, habían vivido en sus propias carnes el infierno que cincuenta años atrás se había declarado en la montaña.

Los auténticos veteranos.

La noche prometía. Había decidido ir para intentar sonsacarle información a mi padre, pero aquel giro en los acontecimientos era aún mejor. Desde un principio había tenido claro que la guarida de la vieja guardia era la cueva de las maravillas: ahora lo tenía claro.

El renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora