Capítulo 67

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Capítulo 67



Mayo de 2023, Reserva Natural de San Rafael, Pirineos



No sabía dónde estábamos. Tras dejar atrás la masa de robles y pinos de aquella zona de la reserva y recorrer la orilla de un riachuelo de aguas claras durante casi medio kilómetro, Luís se adentró en un claro de forma rectangular al final del cual había un puente de piedra que cruzaba otro río. El canal de este era superior al afluente que acabábamos de pasar, y sus aguas tenían un color un tanto distinto. Eran verdosas. Luís se detuvo un instante para mirarlas, con una sonrisa en el rostro, y siguió hasta el otro extremo. Más allá, aguardaba la línea de árboles que daba acceso de nuevo al bosque.

No queríamos quedarnos atrás, pero ninguno de los dos conocíamos aquella zona de la reserva. Durante aquellos años, Milo había recorrido absolutamente todos sus rincones, desde lo más conocidos a los más recónditos, y jamás se había topado con aquel puente. Tampoco con el río, se acordaría de la llamativa tonalidad de las aguas. Así pues, debíamos ir por buen camino. Quería ser positiva, pero resultaba complicado. El recorrido de Luís no parecía tener final, y aunque por el momento no había dado señal alguna de habernos descubierto, empezaba a temer que nos estuviese guiando a una trampa.

Sea como fuera, no teníamos otra alternativa que seguir. Aguardamos a que se perdiese entre los árboles y nos adentramos en el claro, con paso rápido. Seguimos sus pasos, atravesando el puente a toda velocidad, y una vez en el otro extremo, nos dispusimos a adentrarnos de nuevo en el bosque.

Antes de hacerlo, sin embargo, miré al cielo. Ya no había ni rastro de las nubes ni de la lluvia. Ahora, en su lugar, las estrellas brillaban como enormes puntos de luz en el cielo. Le pedí a Milo que las mirase, y pude ver una chispa de miedo en sus ojos al hacerlo.

Volvimos al bosque y tratamos de seguir a Luís. Allí el suelo estaba seco, cubierto de hojas secas en las que su avance había quedado marcado. Las estrellas dejaban ver el hueco que habían dejado sus botas al pisar la maleza. Lo seguimos con rapidez, conscientes de que nos habíamos quedado muy atrás, y aceleramos el paso. Unos metros más adelante, en plena naturaleza, localizamos de nuevo la figura de Luís. Se encontraba en lo alto de una pequeña ladera, rodeado de árboles y de cinco enormes menhires en cuya superficie había grabados distintos símbolos. Desde la lejanía parecían la silueta de varios animales. Luís observaba las rocas en silencio, pensativo...

Y de repente, alguien se unió a él. Alguien surgido de entre los árboles, también vestido de oscuro, de forestal, que logró que tanto Milo como yo nos quedásemos sin palabras.

Era Cristian.

Juro que era Cristian.

Noté cómo mi compañero empezaba a temblar. Me miró con los ojos muy abierto, perplejo, pero rápidamente volvió a centrar la atención en lo que sucedía en la ladera. Parecía que Luís y él estaban hablando tranquilamente. Como si se hubiesen vuelto a encontrar después de un tiempo de separación. Se estrecharon la mano, se dieron un abrazo rápido y Cris rio. Al parecer, Luís le había hecho alguna broma.

Respiré hondo. Me estaba costando muchísimo no intervenir. Tanto que incluso me temblaban las piernas. Necesitaba salir corriendo a su encuentro, a abrazarlo, a besarlo, pero no era el momento. Aún no.

Les espiamos durante unos segundos, y aunque no pudimos escuchar lo que decían, supe que Cris era feliz. Sus risas y su sonrisa no eran falsas: realmente lo sentía. Apreciaba a aquel hombre, a aquel maldito cerdo que me había amenazado ya dos veces, y se sentía cómodo a su lado. Probablemente fuera lo único que tenía ahora que ya no nos tenía a sus auténticos amigos.

El renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora