siete

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Xia, 2022

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Xia, 2022

Apenas coincidí con Kavan los siguientes tres días.

Mientras él se pasaba la mayor parte de la mañana y de la tarde fuera del hotel, realizando pruebas de vestuario para asegurarse de que todo le quedaba como un guante y grabando sus partes del anuncio, yo me quedaba encerrada en mi habitación, estudiando los guiones de mis futuras audiciones y apuntándome a todas las nuevas que me mandaban por correo y que me llamaban la atención.

A pesar de que nuestros horarios se volvieron bastante incompatibles, hasta el punto en el que no coincidíamos ni siquiera en las comidas o en las cenas, el joven se presentó todas las mañanas en la puerta de mi cuarto con la excusa de traerme el desayuno, convirtiéndolo así en una traición de la que Eleonor —que se había enterado porque me había ido de la lengua inconscientemente— no dejaba de mofarse. Según ella, era divertido ver cómo pasábamos poco a poco de odiarnos a llevarnos bien.

Exageraba.

Era imposible que nos llevásemos bien cuando, cada vez que nos encontrábamos e intercambiábamos palabras que iban más allá de un hola o un adiós, acabábamos discutiendo por cualquier estupidez. En ocasiones era yo la que comenzaba las disputas, dejándole claro que odiaba que me despertase por las mañanas con su odiosa manera de llamar a la puerta (golpeando la madera cuatro veces con los nudillos); en otras, era él quien encendía la mecha corta de mi impaciencia, acusándome de ser una desagradecida y no valorar sus esfuerzos por ir a una cafetería y aprender qué era lo que me gustaba.

Normalmente, las peleas siempre acababan de la misma manera: conmigo echándole a patadas y él insultándome al otro lado de la puerta hasta que se cansaba y se marchaba.

El domingo por la noche, un par de horas después de cenar y tras asegurarme de que la mayor parte de los huéspedes se habían ido a la cama y podía estar tranquila, me colé de nuevo en la piscina. Se había convertido en mi refugio durante aquel viaje, el lugar en el que esconderme no solo para aclarar mis pensamientos, sino para cansarme y ser capaz de dormirme antes de las cinco de la mañana.

Además, también estaba la ventaja de que nadie más allá del guardia de seguridad sabía que acudía allí todas las noches.

O al menos eso pensaba hasta que divisé a Kavan en la entrada, apoyado en el marco de la puerta que separaba las instalaciones deportivas del vestíbulo del hotel y mirándome con esa sonrisa ladeada que me parecía tan desquiciante. Llevaba unos pantalones de chándal que le colgaban de las caderas, tan bajos que se le veía la goma de la ropa interior, y una camiseta ajustada que, aun desde mi posición, hacía que se le marcasen a la perfección los músculos de los brazos y del abdomen.

Hundí la cabeza y braceé con ímpetu, intentando ignorarle con todas mis fuerzas, pero me resultó imposible. Era como si sus ojos estuviesen lanzando esquirlas de hielo en mi dirección y estas fuesen capaces de atravesar el agua y perforarme la piel. Lo odié; me hacía sentir expuesta de una manera a la que no estaba acostumbrada. Me hacía sentir... vulnerable, en especial después de lo que había ocurrido la última vez que nos habían citado en conjunto y a la maldita Lina se le ocurrió encerrarnos en aquel cuarto sin ventilación.

Tréboles para KavanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora