veinticuatro

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Kavan, 2022

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Kavan, 2022

Me enteré de que las redes habían explotado solo porque Luc me llamó y me informó de lo sucedido.

Sin dudarlo dos veces, le pedí ayuda para adelantar mi vuelo a esa misma noche. No lo cuestionó ni me puso pegas, porque aunque no habíamos hablado del tema de mi noviazgo con Xia —más allá de los baremos que teníamos que cumplir ante la prensa—, sabía que sospechaba de mis sentimientos por ella. Algo se iluminaba en su mirada y una sonrisita diminuta se instalaba en sus labios cuando mencionaba su nombre.

No hizo falta que se lo explicara a ninguno de mis compañeros; todos entendieron, sin necesidad de palabras, que en esos instantes mi máxima prioridad se encontraba a trecientos cincuenta kilómetros y necesitaba mi apoyo, aunque no fuese a pedírmelo por sí misma. Por eso, me di la ducha más rápida de la historia y salí disparado hacia el aeropuerto, sin molestarme en tomar la pequeña maleta donde me había traído todo lo necesario para sobrevivir esos días.

El vídeo de Xia se había viralizado tanto, y con tanta velocidad, que no habían tardado en surgir dos bandos, cuyos pensamiento eran totalmente. Por un lado, estaban los fanáticos del fútbol que habían saltado en mi defensa y la habían llamado desagradecida, enaltecida y altiva (entre otros apelativos irrespetuosos), sugiriendo que estaba conmigo para ganar fama, ya que no la conocían ni en su casa; y por otro, estaban las mujeres que se habían metido en la discusión para quejarse de lo cansado que era que siempre se las reconociese por sus relaciones y no por sus méritos.

Siendo sincero, me importaba una mierda todo lo que opinaban esos desconocidos. Lo único que era capaz de pensar era en lo afectada que debía estar Xia, sobre todo después de haberse pasado años midiendo al milímetro sus palabras, encargándose de mantener el papel de chica dulce e infantil que le habían forzado a interpretar.

Era el primer desliz que había cometido a lo largo de su carrera y, aun así, a la gente no le importaba. Preferían actuar como si hubiese atropellado a un gatito indefenso y lo hubiera grabado sin dejar de reírse, en lugar de alabarla por alzar la voz sobre un problema tan acuciante y tan común.

En cuanto aterricé en París, poco antes de las doce de la noche, pedí un taxi para que me dejase justo delante del apartamento. Me daba igual que fuese tan tarde y que las luces de su apartamento estaban apagadas; sabía que estaba despierta. Si de por sí le costaba dormirse por culpa de la ansiedad y de darle vueltas a la cabeza, podía llegar a imaginarme lo que debía estar ocurriendo en esos instantes en su mente inquieta.

Volví a llamarla al teléfono para ver si me respondía, pero dejó que saltase el contestador. De nuevo. Era la quinta vez que intentaba ponerme en contacto con ella para hablar del tema. La quinta vez que todo aquello desembocaba en el mismo punto.

No me amilané ni me eché atrás. Pagué al conductor, que si me reconoció no dijo nada —seguramente por lo nervioso que estaba— y me acerqué a la puerta para pulsar el timbre, ignorando la llovizna fina y gélida que estaba cayendo y que se me clavaba en la piel como si fuesen agujas afiladas en lugar de meras gotas de lluvia.

Tréboles para KavanWo Geschichten leben. Entdecke jetzt