veintiséis

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Kavan, 2022

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Kavan, 2022

Siempre había pensado que aquella casa era bastante pequeña, pero ahora que estaba allí, a solas con Xia, me pareció gigantesca.

No era solo por el hecho de que no había ido con mis hermanos, que siempre andaban de un lado a otro, revoloteando y haciendo de las suyas; también estaba el hecho de que se me hacía raro haber regresado en una estación que no fuese verano o invierno. La última vez que había venido había sido para celebrar la Navidad con los padres de Eleonor y de Lalia, que nos trataban como si fuésemos tres Riviere más.

Por aquel entonces, la nieve lo cubría absolutamente todo y el viento gélido se colaba por cada resquicio sin tapar, dispuesto a helarnos los huesos y hacernos tiritar, por mucho que la chimenea estuviese encendida.

Xia debió de notar mi cambio de humor, porque en cuanto nos instalamos y dejamos las maletas en mi cuarto, me abrazó por la espalda y me preguntó si iba todo bien. Y aunque me planteé admitir que era difícil estar entre esas cuatro paredes, porque seguía viendo a mi madre en cada rincón y su recuerdo seguía tan latente en mi cabeza como el primer día, no pude.

Las palabras se me quedaron atascadas en la garganta y acabé dándome por vencido.

—Sí. —No se lo creyó, pero la mirada dulce que me lanzó fue suficiente indicativo de que no insistiría—. ¿Quieres ver algo?

—¿Debería tener miedo? —bromeó para aligerar el ambiente, lo cual me sorprendió. Por norma general, era yo quien se encargaba de que las cosas no se pusieran raras entre nosotros o que nuestras diferencias crearan una brecha que nos separase.

Sonreí un poco y la tomé de la muñeca para llevarme su mano a la boca.

Solo continué hablando cuando acabé de besarle todos los dedos.

—Sígueme.

Como lo primero que habíamos hecho nada más llegar había sido dejar las cosas en mi cuarto, le enseñé toda la casa. Le mostré cada uno de nuestras habitaciones; cada uno de las pinturas que Kylian había terminado para decorar las paredes y que no estuvieran tan desnudas; cada una de las marcas que había en las esquinas donde nos medíamos mis hermanos y yo todos los meses; cada foto que había situada encima de los muebles.

También le señalé la silueta del invernadero, que se imponía majestuosamente al otro lado de mi ventana, en la lejanía. No entré en muchos detalles, limitándome a decir que era el lugar favorito de mi madre y que, desde que esta había muerto, eran los padres de Eleonor quienes cuidaban de él y se aseguraban de que seguía igual de vivo que cuando estaba entre nosotros.

No le conté que no había vuelto desde que había fallecido porque, al contrario que mis hermanos, no era tan fuerte y sabía que, en el momento en el que pisase aquel lugar que había sido tan importante para ella, me derrumbaría.

Tréboles para KavanWhere stories live. Discover now