Cap. 23- Sueños rotos.

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La mañana asomó con suavidad colándose con timidez entre las cortinas. Un brazo la rodeaba con fuerzas y calidez desde atrás, y una suave respiración en la base del cuello, le entibiaba la piel.

La sensación era sumamente increíble y embriagadora, y de allí no quería salir jamás. Se sentía tan bien, tan tranquila, tan en paz. En sus brazos encontraba esa paz que por tanto tiempo su herido corazón anheló con fuerzas. Ya no estaría más sola, ya no debía luchar más sola; ahora podía compartir todo lo que su corazón guardaba y sabía que había hecho bien en su elección. Patrick, era su mejor elección en el amor, sin mencionar a Sophie, como la primera mejor elección en su amistad.

Ahora estaba completa, ya no necesitaba más nada de la vida, ¿pero que tan cierto era eso?

Desde pequeña habían sido ella y su madre, hasta cierto tiempo cuando aquel cobarde con el que su madre tuvo la desdicha de conocer y emparejar, se la arrebató. Nunca antes de esa tragedia había sentido la necesidad de tener un padre; su madre había hecho un muy buen trabajo para que no sintiera su falta. Y jamás ella le mencionó algo respecto a quién era su padre, ni su nombre, ni cómo era, nada.

Pero una vez pisó el orfanato, el vacío que dejaba la ausencia de su madre, nadie lo pudo llenar jamás. Ahí supo qué nadie jamás vendría por ella, nadie la sacaría de ese lugar, que por más que las hermanas se esforzaran a que no se sintieran tan solos en el mundo, para ella ese lugar era tétrico y sombrío. Casi espeluznante para la mirada de una niña de seis años.

Dormía echa una bolita sobre aquella cama, que desde el principio, sintió incómoda y fría; ya no había besos y abrazos, antes de dormir. Solo lágrimas y un profundo llanto que nadie podía calmar. Los gritos desgarradores, solían despertar a las hermanas y a todos los que dormían en la misma habitación con ella.

Tiempo después comprendieron las hermanas que la pequeña había sido testigo del trágico destino de su madre. La compadecieron. Ningún niño jamás debería pasar por una situación semejante. Algunas se desvelaban a su lado, cuidando de sus sueños. Para que al despertar no sintiera que todo se había destruido y que podía encontrar esperanzas al final.

Cómo un milagro había llegado aquella pequeña niña de cabellos castaños. No fue tímida aquel día que se acercó a ella, cuándo la vio apartada de todos los demás niños, a compartirle un simple caramelo. Levantó su mirada del dulce frente a ella, para encontrarse con una sonrisa de ojos achinados. La niña frente a ella, le regalaba la golosina a cambio de una sonrisa. Aceptó. Y esa había sido su primera sonrisa desde que había llegado allí, desde hacía meses. 

Desde entonces ambas niñas jamás se habían separado, volviéndose uña y carne.

Eso era Sophie, para Emily; la hermana que la vida le había obsequiado. Ambas estaban ahí por los mismos motivos y tal parecía que allí crecerían, juntas. Una amistad de amor incondicional entre ellas.

Los primeros años fueron pasando, cualquier matrimonio que llegaba en busca de una pequeña que adoptar, se iban con los brazos vacíos si pensaban en llevarse alguna de ellas. Ambas eran un combo, si querían a una, debían llevar a la otra. Ese había sido un pacto que habían hecho entre ellas, para siempre estar juntas.

Las pesadillas que atormentaban a Emily, por las noches, fueron poco a poco volviéndose lejanas, ya solo era un mal sueño de un triste pasado.

No había pensado en la falta de un padre desde que se cuestionó esa absurda idea. Por algún motivo que aún desconocía esa sensación de tenerlo cerca, se había incrementado el doble desde ese cuestionamiento.

¿Cómo habría sido tener un padre? ¿Qué cosas podría haber aprendendido de él? ¿Habría sido un padre celoso de ella? ¿Habría sido su princesa consentida? ¿Qué tanto pudo haber llegado a amarla? Joder, esas preguntas estaban tronando su mente y se imaginó un escenario donde él era partícipe.

Contigo, siempre | Mi Luz (libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora