CAPÍTULO 8

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Isabel aparcó su coche en el garaje de la villa y se dirigió a la puerta de acceso. Aníbal había vuelto de la hacienda y la saludó.

―¡Hola Isabel!, ¿cómo fue tu tarde por Madrid?

―Bien... ―contestó con una sonrisa forzada. Aníbal estrechó sus ojos oscuros.

―¿Seguro?, te veo muy seria.

―Es que estoy cansada, hoy me acostaré pronto ―dijo sin mucha energía.

―De acuerdo.

A Aníbal no le convenció su respuesta, pero tampoco quería presionarla, aunque no pudo evitar recordar aquello que le había contando días atrás en la hacienda.

Ya a solas en su habtiación, Isabel se acercó al espejo y se miró con detenimiento. Ya no era virgen, había mantenido relaciones con una mujer. Pero sus ojos mostraban claramente cierta desilusión. Ella había disfrutado, mucho más de lo que había imaginado, pero... no le había podido devolver a su amante el mismo placer y eso la hacía sentirse mal. Cristina se había portado muy bien con ella, atenta en todo momento a cómo se sentía y colaborando en todo lo que le pedía, cosa lógica porque le pagaba por ello, pero aún así, se lo agradecía. Quizá tenía razón y todo era cuestión de práctica. Tal vez puso demasiadas expectativas para la primera vez. Miró su móvil y se planteó volver a llamarla, ¿por qué no?

***

El domingo por la mañana, Antonio Lobo y sus hijas fueron a pasar el día a la hacienda. Lobo les pidió que lo acompañasen a la habitación principal, donde años atrás dormía junto a su esposa. Allí les enseñó unos valiosos colgantes que pertenecieron a su madre.

―Ella quería que estuvieran aquí, amaba esta hacienda ―explicaba Lobo mientras se los mostraba a sus hijas―, y que algún día, fueran vuestros.

―¡Guau!, son preciosos, papá ―exclamó Nieves con brillo en los ojos.

―Sí que lo son ―admitió Almudena.

―Hay cuatro, ¿es uno para cada una? ―preguntó Rosa.

―Así es ―replicó Lobo―, vuestra madre los fue comprando cada vez que una de vosotras nacía.

―Bonita historia ―dijo Isabel con una sonrisa.

―Sí... ella os quería mucho ―dijo con tristeza. Isabel sintió compasión por él. A pesar de lo homófobo que podía llegar a ser, seguía siendo su padre y por muchas amantes que hubiese tenido desde que quedase viudo, era más que obvio que su madre fue el gran amor de su vida. Debía ser duro perder a la persona que amabas profundamente.

―Papá, ¿podré ponérmelos para alguna fiesta? ―rogó Nieves juntando las manos delante de su pecho.

―No lo sé, hija... nunca han salido de aquí, y me quedo más tranquilo si no los ve nadie más.

―¿Son muy caros, papá?

―Sí, cariño, los cuatro juntos valen una pequeña fortuna ―contestó Lobo a Rosa―, y serán mi regalo de cumpleaños y el de vuestra madre cuando alcancéis la edad de veinticinco.

―¡Jo, no es justo, me queda mucho para eso! ―se quejó Nieves teatralmente, pues todavía tenía veintiuno― Almudena es afortunada, le falta menos de un año.

Su hermana sonrió levemente. Isabel y Rosa no comentaron nada, ninguna de las dos tenía prisa por lucir aquellas joyas.

«Si supieras lo que hice ayer, papá ―pensaba Isabel―, dudo que quisieras regalarme nada.»

Cuando las lobas se enamoran [Crisabel]Where stories live. Discover now