CAPÍTULO 9

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―Ponte cómoda ―dijo Cristina mientras se quitaba el gorro de lana y el abrigo y los colgaba en un perchero de la entrada.

―Gracias... ―replicó Isabel, imitando a la morena con su abrigo. Después la siguió, caminando hasta lo que parecía el salón principal del apartamento.

―Voy a encargar la cena ―anunció Cristina con el móvil ya en la oreja―, puedes sentarte donde quieras ―añadió con una sonrisa. Isabel se sonrojó un poco y también sonrió.

«Esto es tan extraño... estoy en su casa ―se decía―. Ahora sólo tengo que comportarme como una persona normal y no quedar como una tonta... ánimo, Isabel, tú puedes.»

Para calmar los nervios, la joven Lobo se dedicaba a mirar con atención todo lo que la rodeaba. Era evidente que se encontraba en un apartamento bastante acomodado por el tipo de decoración y de muebles, además de la magnitud de las estancias. Se acercó a una estantería de madera color oscuro, allí había varias fotos. En una, Cristina aparecía junto a una pareja de edad madura. Isabel pensó que podía tratarse de sus padres pero no se atrevió a preguntar por considerarlo algo de su vida privada, y ella sólo estaba allí por temas... profesionales. En otra imagen, la morena se veía sonriendo feliz a lomos de un hermoso caballo marrón, esta vez, Isabel no pudo contenerse.

―¿Te gustan los caballos? ―preguntó intrigada.

―Me encantan... ―aseguró Cristina, acercándose hasta ella.

―A mí también me gustan muchísimo, ¿es tuyo?, ¿cómo se llama? ―continuó Isabel, emocionada por tener algo en común con ella.

Cristina sonrió. Seguramente, Isabel Lobo tenía caballos en su villa, y otras muchas cosas.

―No, no es mío. Es de un amigo de mis padres, a veces me deja montarlo.

―Yo tengo un caballo negro, se llama Lucero y lo adoro ―confesó Isabel con una sonrisa, como lo haría una niña hablando de su posesión más preciada. Cristina sintió ternura hacia ella, una vez más.

―Son unos animales nobles y hermosos, ¿verdad?

―Sí, mucho... ―se apresuró en contestar la joven Lobo. Y de pronto se hizo el silencio. Isabel apartó sus ojos azules de la morena, porque le costaba un poco mantenerle la mirada. Cristina, sin embargo, no dejaba de mirarla, pregúntandose cómo sería Isabel Lobo en su vida cotidiana. De pronto sacudió ligeramente la cabeza.

«¿Por qué he pensado en eso? ―se preguntaba― ¿a mí qué me importa lo que hace cuando no me paga?»

―La cena llegará en quince minutos ―informó― ¿Quieres tomar algo?, ¿coca cola, una cerveza, vino...? ―La cena era la excusa perfecta para centrarse en lo que tenía que centrarse.

―Agua, un vaso de agua. ―No era por hacerle un feo, pero prefería tener la mente lo más despierta posible para lo que harían en un rato.

«Está claro que las cosas le van bien ―reflexionaba mientras volvía a mirar a su alrededor―. Aunque no me extraña, es preciosa, debe tener muchos clientes...»

Ambas se quedaron sentadas en dos sofás, hasta que sonó el timbre del portal. Cristina se levantó para abrir al repartidor del restaurante y después se dirigió a la puerta de su casa para recibir la comida y pagarle. La morena sirvió la cena en una mesa del salón y empezaron a comer. Isabel quería romper el silencio reinante, pero no sabía bien cómo hacerlo. No quería parecer pesada ni entrometida, aunque la verdad era que se moría de ganas de saber más de aquella mujer, así que se arriesgó.

―¿De dónde eres? ―Cristina alzó la cabeza y la miró con sus felinos ojos verdes― Por tu acento, es obvio que vienes del sur ―exclamó Isabel. La morena bebió un sorbo de su copa de vino tinto y le sonrió. La joven suspiró aliviada, por el momento, no había metido la pata.

Cuando las lobas se enamoran [Crisabel]Where stories live. Discover now