7. Martina

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Ni bien pongo un pie en mi casa de Ramallo, mi mundo de fantasía se desmorona.

―Hola, Silvia ―saludo.

Silvia es «la señora que limpia», aunque, en realidad, es mucho más que eso. Es la única constante en mi casa.

―Hola, Martina ¿Cómo te fue esta semana?

―Bien ―miento―. ¿Mi mamá?

―Me llamó para que me quede, tenía mucho trabajo.

Mi papá no está por ningún lado. Conclusión: pasó de nuevo.

Nunca supe que fue primero, si el huevo o la gallina. En este caso, si mi mamá se aboca al trabajo cuando mi papá la engaña o si mi papá la engaña cuando ella se aboca al trabajo. Como sea, ambos desaparecen por tiempo indeterminado.

―¡Tiago! ―llamo a mi hermano y no contesta.

―Está jugando a los jueguitos ―dice Silvia en tono resignado.

Pongo una carga de lavarropas, acomodo los tuppers, reviso que haya algo «sano» para comer y le digo a Silvia que puede irse.

―No me molesta quedarme ―contesta mientras se pone un sweater. Sé que en realidad sí le molesta, pero más le preocupamos mi hermano y yo.

―No te hagás drama, vamos a estar bien.

―Llamame cualquier cosa ―pide y la saludo con un beso.

―¡Tiago! ―llamo de nuevo―. Tenemos que comer.

Sigue sin contestar.

Voy al living y lo veo. Está tal y como imaginé que estaría, con los pies en la mesa ratona, el joystick en la mano y la vista clavada en el tele.

―Tiago ―le digo y me ignora―. Cuanto hasta cinco y desenchufo. Guardar es tu responsabilidad.

Sigue ignorándome.

―Cinco, cuatro, tres... ―pongo mi mano en el enchufe―, dos...

―¡Pendeja de mierda! ¡Te odio! ―grita y pone pausa. Tira el joystick sobre la mesa y patea el sillón antes de correr escalera arriba y dar un sonoro portazo.

Tomo aire y lo largo suavemente mientras intento serenarme.

Mi hermano tiene once años y muchos problemas. Lo amo, es mi sol y cuando sufre, sufro con él.

A Tiago lo afecta más que a mí las separaciones de papá y mamá. Es que, a eso, se suma que yo estoy afuera y siente que todos lo abandonamos.

Darío ya ha usado esa carta en mi contra.

«No pienses en él».

Llamo a la puerta de la habitación de mi hermano y abro antes de que conteste.

―Vamos a comer ―le digo y me siento en la cama. Le paso la mano por el pelo e intento consolarlo.

―¡No! ¡Andá a comer vos gorda chancha! ¡cerda! ¡bola de grasa morfona!

―Tiago...

Se gira en la cama y me da la espalda.

No me duelen sus insultos. Hace mucho que dejé de ser «la gorda». Lo que me lastima es saber que esas palabras las aprendió de sus compañeros de escuela que le hacen bullying.

A su edad, yo era igual de gorda que él. A los trece, llegué a la obesidad, y fue la profesora de gimnasia de la escuela quien me recomendó que vaya a una nutricionista. Desde entonces, hago dieta. Ahora estoy en el límite de mi peso sano e intento mantenerme, aunque, como esta semana, cuando me pongo triste, como.

Entonces, me abrazó (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora