41. Emanuel

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Es sábado a la mañana y estoy ansioso como un nene. Martina está mucho mejor, los días de bajones son tan esporádicos que el doctor Rossiano decidió quitar la medicación. Le recetó un ansiolítico para los momentos en que se siente demasiado abrumada.

Todavía le cuesta salir a la calle y no siempre puede tener el celular prendido. Sus redes sociales, como es de suponer, fueron cerradas y los únicos que estamos en contacto con ella somos nosotros y su familia.

Queda mucho por recorrer hasta que Martina vuelva a ser la de antes, o, mejor dicho, la que siempre debió ser.

A pesar de que la veo a diario, la extraño. Extraño nuestras pelis de terror, nuestras charlas y chistes, nuestras salidas al cine, nuestros karaokes y los intentos de bailar... hasta llegué a anhelar nuestras tardes de estudio.

Ya lleva un mes en casa de Damien y en breve volverá a su departamento. Es por eso que estoy ansioso, porque luego de pensarlo mucho ―y consultarlo con su médico―, decidí hacerle un regalo que la ayude a adaptarse.

―Pongo mi nombre y mis datos, aunque lo va a tener mi novia ―le explico a la chica que me alcanzó el formulario. Ella sonríe y vuelve su atención a alguien más.

La esquina de San Martín y Córdoba es un infierno de gente y todos se paran a mirar las jaulas. Siento una opresión en el pecho al ver otra gata y empiezo a evaluar la posibilidad de llevármelos todos.

Cuando al fin me dan el gatito, lo meto en una canasta de plástico con agujeritos que no puedo evitar abrir cada cinco segundos.

―Ey ―le digo al animal―. Ya falta menos, ahora vamos a comprarte tus cosas ¿Sí?

En la veterinaria dejo mis buenos mangos; compro alimento para gatitos cachorros, caja para piedras, las piedritas sanitarias, los cacharros para el agua y comida y no puedo evitar sumar un juguete.

Cristina está advertida del regalo y le hizo bastante ilusión, creo que la voy a poder convencer de que adopte la gata que acaba de robarme el corazón. ¡Maldita! un ronroneo y me tiene de esclavo.

En el cole, consigo un lugar para sentarme y abro la caja para acariciar al gato. No se me ocurre qué nombre le puede llegar a poner Martina ¿Será algo tipo «peludo» o algo elaborado tipo «Dalí»?

Aunque ahora esté mejor, este último tiempo fue muy duro para mí también. Verla en sus días malos me partía el corazón, y, en los buenos, me desconcertaba. Rossiano me dejó su celular por si tenía dudas, creo que ya me debe haber bloqueado.

Es que nunca pensé que fuese así, uno espera que la depresión sea como en las pelis, una persona todo el día en la cama. No es así. Alternaba su apatía con arrebatos de ternura o de hiperactividad, que morían con la misma rapidez con la que habían aparecido. Ahora, si bien está estable, su estado es bastante apagado.

Me calma que me busque como sostén, que sepa que estoy ahí para ella. Al principio no fue así, sé que pensaba ―y a veces lo piensa― que me voy a alejar. Es uno de esos temores que desatan los actuales estados de ansiedad.

«No es una semana o dos, pueden ser años» me recuerdo las palabras de Rossiano y el compromiso que asumí con todo mi corazón. Voy a estar para ella el tiempo que me necesite.

Los demás temores son más fundados y los comparto. Uno es que la semana que viene tiene que presentarse en el juzgado por la orden de restricción; y el otro, es que volver a su vida implica muchas responsabilidades. Como explicó el doctor, si a nosotros nos estresa la facultad y nos puede agobiar, a Martina puede provocarle una recaída.

«Pasitos de bebé» así se sale de esto. De a poco.

Esa es la parte difícil para uno que lo ve de afuera. Es normal querer que la recuperación sea más rápida o sentir que esa persona no está haciendo lo suficiente para salir adelante. Lo peor que se puede hacer es intentar «empujarla» fuera del pozo, eso es algo que tiene que hacer por su cuenta y en sus tiempos. A nosotros sólo nos queda esperar y desesperar. Y, obvio, acompañar.

Entonces, me abrazó (Completa)Where stories live. Discover now