5. Respiración desbocada, pulsos agitados

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Tras cambiarse, Leon se tiró sobre la cama con una inmensa sensación hormigueando en el pecho. ¡Por fin se sentía en paz, tranquilo y contenido!

Pero una voz lo sorprendió. Más bien, esa voz.

―¿Mala noche, Leon? ―preguntó―. O debo decir, ¿buena noche tal vez?

―Déjame dormir.

―Al menos dime qué pasó. ¿Lo disfrutaste? ¿Fue divertido?

Leon enterró la cabeza en una almohada y soltó una risa pequeña, claramente divertido. Los recuerdos de las últimas horas se asomaron en su mente de manera súbita, algo inconexo, que le provocó una grandiosa sensación de placer y añoranza. Tenía la leve impresión de que en cualquier momento su corazón saltaría de su pecho por los latidos descontrolados que emitía. Toc, toc. Toc, toc. Respiración desbocada, pulsos agitados, la excitación tan elevada y tan fuerte como si volviera a estar en la misma escena una y otra vez.

Y lo estaba. En cierta forma lo estaba. Volvía a repetir en su cabeza los sucesos para grabar cada hecho no solo en la mente sino en el corazón también. Ansiaba poder guardar cada una de esas emociones, recordarlas cuantas veces quisiera en su memoria solo para sentirse pleno y emocionado, como nunca estuvo y como probamente nunca estaría.

Estaba extasiado ahora. En su frente comenzaba a brotar pequeños sudores que resbalaban por su cara hasta desembocar sobre la almohada blanca pegada a su cara.

Antes de responder la cuestión, él sonrió.

―Realmente lo necesitaba ―dijo.

―Eso es, solo necesitas matar...

Por primera vez, desde su última actividad criminal, volvía a sentirse de esa manera. Deseaba mantener la plenitud y deleite que experimentó al asesinar, mas no a quién mató. Pensar en Fernanda Zuñiga solo le evocaba insatisfacción y enojo. Pensar en la falta de estética en el asesinato cometido se instalaba en su ser un enojo irremediable, recordar lo asqueroso y sucio de la escena, despertaba en él un deseo incontenible de regresar a arreglarlo. Su enfoque había tomado un único curso y era el descargue de la ira y saciar sus deseos más oscuros usando el cuerpo de la pobre muchacha. Matarla solo había sido el mero impulso y la necesidad de querer matar.

Había dejado al cuerpo desastroso, tan lejano a cómo acostumbrar trabajar. No era él, Leon no actuaba de ese modo, ¡jamás! Pero admitía también que disfrutaba mucho haberse liberado, a expresarse por medio de sus actos lo que nunca podría decir en voz alta o a alguien más.

Esa noche, León durmió cual bebé completamente satisfecho, con apenas el esbozo de una diminuta sonrisa en la cara.

Al día siguiente, domingo por la mañana, Leon se despertó temprano. Fue al baño y se lavó el rostro despacio. ¡Otro día aburrido, otro domingo silencioso y tan rutinario!

En el espejo pegado en la pared sobre el lavamanos, pudo ver la palidez de su cara y la expresión demacrada pintada en sus facciones. Comenzó a hacer muecas mientras ladeaba la cabeza a un lado. No se reconocía. ¿Este era Leon? ¿Ese era su apariencia verdadera?

¿Por qué tenía la impresión de que algo no encajaba?

Como si no fuera él, como si no se perteneciera.

Tras hacer sus necesidades matutinas, se encaminó a la cocina para prepararse dos sándwiches de jamón. Se los comió despacio. Volvió a su cuarto, se tiró sobre uno de los sillones y prosiguió en encender la televisión.

―Mis pastillas ―dijo de pronto, con la preocupación haciéndose notar en sus facciones—. No lo tomé ayer.

De prisa se levantó y regresó a la cocina a llenar un vaso de agua, luego se dispuso a buscar los medicamentos en las gabinetes y cajones, donde solía dejarlos para recordarse con facilidad tomarlos. Al no hallar los frascos en ese sitio, comenzó a preocuparse y a buscar con más desesperación.

Juego carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora