17. El gato y el ratón

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Un día domingo, a medio día, Sara se mecía encima de la cama con una sopa instantánea en las manos. Llevaba días comiendo lo mismo, con los vasos desechables esparcidos en el suelo y un líquido color pardo manchaba la cerámica.

Los golpes incesantes en la puerta la hicieron reaccionar, trayendo a colación la animación de su espíritu. Más allá de la falta de sueño que sus ojos denotaban, su cabello enmarañado se esparció en su rostro ante la brusquedad del movimiento que su cabeza hizo para elevar la mirada hacia la puerta.

El mal olor de sus axilas le recordó que llevaba cuatros días sin bañarse, y su falta de interés tampoco le apresuraban a intentar a cambiar la situación donde se encontraba metida.

Los fuertes golpes se volvieron más evidentes, provocando en ella un ligero temblor en su cuerpo. No quería salir a abrir, tenía miedo de encontrar algo en la puerta. Temía hallar una nota o un regalo, igual al resto que había estado recibiendo en el último mes. Pero aquello ya no podía volver a pasar, ¿verdad?

El culpable había sido eliminado.

Nada de las palabras que ella misma se decía ni el valor que se auto-infundía era suficiente para opacar el miedo que quedó impregnado en su alma. No podía ocultar la reacción de su cuerpo al escuchar el más leve sonido provenir en las afueras, ni soportaba escuchar las canciones que sus vecinos ponían en las madrugadas. Las carcajadas le molestaban, los gatos de los vecinos que venían a su cuarto de vez en cuando se tornaban rojizos una y otra vez sin importar cuanto intentara parpadear para ver el verdadero color de su pelaje. Las pesadillas solo aumentaban, y la sensación de tener a alguien mirándola no disminuía.

No soportaba salir en las calles, no quería ver a los ojos de la gente, sentía como si las personas la juzgaran y la acechara al mismo tiempo. Se sentía amenazada la mayoría de veces.

—¡Sara! —increpó alguien, y golpeaba la puerta sin descanso. Al reconocer la voz, Sara se levantó de su cama de sopetón, enredando su pie con las cobijas y cayó contra el piso. La sopa instantánea se derramó, quemando parte de su mano. Sara chilló, pero eso no le impidió salir corriendo hacia la puerta y abrirle a su visita.

Quitó la silla que se inclinaba sobre la manija, para después quitar el seguro. Entreabrió la puerta con la intención de asegurarse de tener la persona correcta en la entrada de su habitación, y, sobre todo, que no hubiera nadie más.

—Papi —dijo la joven, entusiasmada al ver a su padre. Sin dudarlo se abalanzó sobre el hombre, dispuesta a no soltarlo. Planeaba rogarle su perdón de ser necesario.

—Sara —repitió su padre, mientras la apartaba lejos de su regazo y la obligaba a entrar con leves empujones por el hombro.

El hombre arrugó la nariz ante el mal olor de la habitación. Observó a su hija con la cabeza baja, avergonzada ante el desorden.

—¡Esto es una porquería! —La expresión del rostro del hombre desaprobaba las acciones de su hija—. Vas a tener un hijo, ¿y esta es la vida que planeas darle?

El señor Echevarría pateó un vaso de sopa instantánea, recorrió con su vista todo el cuarto e intentó averiguar dónde provenía aquel hedor putrefacto que su nariz percibió al cruzar la puerta. Los trastes se mantenían sucios encima de una mesa, las ropas en un canasto y la cama hecha un lío. Ante el desastre, el hombre se avergonzó de haber criado una hija tan poco higiénica.

—¿Me llevarás a casa, papi?

—¡No! —respondió con brusquedad—. Antes de venir aquí tenía la esperanza de encontrar a mi hija madura, porque dije "pobrecita, un mes fuera de casa debe haberle enseñado lo duro que es la vida. Que no todo será servido en bandeja de plata, que las cosas que uno desea se gana y se lucha por ella". Me decepcionas, Sara, ¿qué es este lugar y ese olor?

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