6. Culpable un cero por ciento

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Entre las pesadillas violentas y explícitas, la delicadeza y la brutalidad de hechos borrosos y remotos, Leon poco a poco comenzó a recobrar parte de la conciencia esa mañana del día lunes.

Se asomó en la mente de Leon la imagen de unos labios delgados teñidos de un rosa pálido, que se estiraba en una sonrisa que dejaba ver unos dientes chuecos. La inocencia de aquel gesto y la ternura evocada en ese rostro infantil solo aumentó en él la inmensa curiosidad de averiguar el porqué de esas alucinaciones que aparecía en su cabeza. Cada noche, imágenes inconexas abrumaban su conciencia en forma de sueños solo para transformarse en pesadillas horrendas.

Leon se fregó los ojos despacio con la punta de los dedos. Se levantó de sopetón ante el ruido provocado por la fricción de dos bolsas de golosinas situadas al pie de la cama, que cayeron al suelo ante el movimiento repentino de su cuerpo. Y no solo eso, su teléfono vibraba también sobre una de las almohadas, dejando ver el símbolo de un despertador en la pantalla. La alarma que dejaba a la misma hora todos los días volvía a molestarlo. Se sentó en la orilla de la cama, tomó su cabeza con ambas manos y comenzó a alborotar las hebras de cabello sin delicadeza alguna.

Estaba cansado y molesto, sin conocer realmente la razón. Leon no entendía con claridad por qué su corazón era prisionero de sentimientos confusos y vacíos al mismo tiempo. El vacío en su corazón acrecentaba sin dar tregua a meditar o darle una oportunidad a llenar la inexistencia de lo desconocido.

Había algo mal. Él lo sabía. No existía día alguno en el que pensara lo contrario o que viera la valía de su propia existencia en el mundo. Quizá se volvía como un loco obsesionado que se dislocaba a cada segundo del día, porque sin importar el esfuerzo que decidiera poner a su vida para ir por el camino correcto, nada evitaba la ansiedad que sofocaba la monotonía de su rutina. Simplemente, Leon no encontraba la significancia de su propia vida. Ni el té relajante que preparaba cada noche lograba controlar sus impulsos o las pastillas que ingería lograba aminorar sus necesidades delirantes. Nada de lo que hiciera para controlar sus necesidades podía dar resultados, sentía que solo existía una forma para conseguir la verdadera emoción, el escape esperado: asesinar.

Tal vez solo era imaginación suya, pero últimamente sentía que sus manos tenían vida propia, casi podía escucharlas clamar por una ansiada libertad. Incluso sus ojos mieles reflejaban su deseo y su deleite por ver más a menudo a una mujer bañada de carmesí. Era sus manos y la necesidad de cumplir sus anhelos que veía y sentía con frecuencia cosas que no debería.

Su corazón añoraba latir con frenesí por la excitación de saciar sus deseos más oscuros. Pero también, Leon tenía el presentimiento que esas cosas pronto serían aburridas. Cada impulso, cada acción desencadenaba un ciclo interminable. Y, Fernanda Zúñiga tan solo había despertado con más viveza su instinto asesino y ese deseo incontrolable de crear una verdadera obra de arte. En el momento de la muerte de la joven, él había querido pintarla, maquillarla y dejarla reluciente para quienes la encontraran. Aunque lamentaba no haber cumplido esa fantasía, y se alegraba descargar su ira en alguien, se aborrecía a sí mismo por dejar algo inconcluso

Leon se sentía en la necesidad de completarlo, quizá no en la misma persona, pero sí en otra mujer. Solo entonces, quizá podría conseguir tranquilizar sus deseos y estar en paz consigo mismo.

Entonces una idea pasó por su mente. ¿Existía una forma para prolongar la diversión? ¿Qué forma podría haber para dilatar la diversión, de modo que pudiera sentirse como aquellas personas que caminaban en cuerdas flojas? Llenos de adrenalina, con temor y emocionado, a sabiendo que un solo error podría llevarlos a la muerte. Tan peligroso y excitante a la vez. Un entretenimiento así era lo que ansiaba. Leon tan solo deseó jugar de una manera en el que todos apostaran su propia cordura.

Juego carmesíWhere stories live. Discover now