28. Gato muerto

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—Te conseguiremos un abogado —dijo el oficial, hastiado por la poca colaboración de Leon.

—No es necesario —respondió él, indiferente—, no necesito un abogado, porque, después de todo, tú me dejarás libre sin que yo haga algo.

Como no podría ser de otra forma, Leon comenzaba a ser estresante. No cooperaba en absoluto. En el poco tiempo que llevaba detenido no cambió en absoluto esa expresión de altanería, nada parecía desesperarlo. Se veía tan seguro de sí mismo que resultaba molesto.

¿Salir impune sin que él hiciera algo? ¡Imposible! ¿Quién se creía?

Ni siquiera los hombres más poderosos de la ciudad eran capaces de cubrir sus crímenes o borrar su pecado al cien por ciento, ¿quién era él para afirmar tal desfachatez?

Para el oficial, Leon era un chico realmente raro que su actitud le resultaba intrigante y cada vez más sospechoso.

Sin embargo, Leon se limitó a quedarse en la celda apestando a sudor y con la boca amarga. Si no moría de la espera, seguro el hambre acabaría por consumirlo. Tenía hambre, quería comer, extrañaba su propia cocina y sus platillos elaborados meticulosamente.

La comida que le servían era de orígenes sospechosos y no tenía la confianza suficiente para probar más de dos bocados sin sentir que sus entrañas se revolvían. Leon no le temía a la muerte, temía por muy pocas cosas en realidad, pero si algo despertaba cierto sentimiento de angustia era, quizá, comer un alimento cuya elaboración no había visto.

Él no quería morir de esa manera tan miserable y poco trascendental.

Mientras miraba sus dedos ásperos, llegó a su mente una imagen idílica que apenas cobró sentido. Era agradable, hermoso y le resultó sorprendente que le pareciera placentera.

Era él de niño, trenzaba a una pequeña niña de apariencia inocente y con las mejillas rosas a causa del calor insoportable de la mañana.

Recordaba que, en los últimos día en esa celda, bajo el estrés de mantener su propia imagen, olvidó que debía seguir un tratamiento exhaustivo y delicado de medicamentos para controlar sus demonios internos. Cada instante que transcurría se volvía más insoportable el sentimiento raro que podría volverse loco.

Este era, muy probablemente, el momento en que más tiempo había pasado en un estado de completa abstinencia. Necesitaba sus pastillas para mantener sus manos quietas... o de lo contrario, podría darle a los inspectores razones suficientes para condenarlo sin derecho a recibir juicio.

Sin embargo, las manos de Leon le picaban e imágenes inconexas se arremolinaban en su mente inquieta.

Era incontrolable.

—¿Hay alguien ahí? —llamó Leon con voz rota—. Por favor, hay alguien...

Tosió con fuerza. ¿Tenía un episodio en ese momento? Era un mal momento.

Había estado tan calmado en los últimos días, en un día como hoy, ¿por qué sucedería algo tan insignificante?

"Mírame, Leon, ¿no somos iguales?"

—Ah, sí.

"Mátalos."

—Sí.

"¿Prefieres que lo haga yo mismo?"

—Lo haré, lo haré.

Una imagen llegó a su mente. Un grito sordo llegó a su cabeza que le hizo girar la cabeza a un lado, casi como si rebobinara una cinta de película para detenerse en una escena en particular.

Juego carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora