11. Obra de arte incompleto

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Las noticias que aparecieron en las pantallas al siguiente día, mostraban a un padre destrozado y a los policías municipales y de tránsito vigilar la avenida 19. El ministerio público parecía estar concentrado en llevarse el cuerpo de la víctima e investigar posibles pistas en la escena del crimen. En ninguno de los diferentes medios de comunicación enseñaban la imagen alguna de la fallecida, solo fotos en donde se mostraba una mujer con un vestido rojo y el rostro borroso, difuminado. Solo explicaban lo mejor que podían la forma del asesinato, existían especulaciones vagas sobre una posible relación con el asesinato de Fernanda Zuñiga.

¿Relación?

Ambas fueron degolladas, con los labios pintados de carmesí.

"Era la hija del jefe inspector", recalcaban los medios, como si aquel detalle fuera un punto principal, razón de posibles deducciones inciertas. Despecho, venganza, un sentimiento podía haber motivado al asesino y que planeaba desvelarse.

Pero Leon había sido extremadamente cuidadoso y tan engañoso a la vez. Había vigilado la casa por semanas, incluso el plan de entrar por la puerta trasera había comenzado días atrás sin que nadie se percatara, solo para que ese día fuera perfecto. Todo había sido planeado con extrema minuciosidad.

El reportero de la noticia informó sobre una nota encontrada, cuyo contenido no fue revelado al público.

—¿Dejaste una nota? ¿En serio? —preguntó el hermano, consternado—. ¿Y con la hija del oficial? ¿Estás mal de la cabeza?

—Es un juego, hermano, ya te lo dije —respondió Leon, riendo—. Si son inteligentes, y han sido bastantes atentos con el interrogatorio pasado, podrán venir acá a hablar conmigo. Además, —agregó, riendo—, no sería un juego si no es emocionante.

—¡Pero qué mierda! —espetó. Tomó varias respiraciones antes de tranquilizarse y proseguir en su interrogatorio—. ¿Qué dijiste en esa nota? ¿No estamos tomando demasiados riesgos?

—Para nada. —La sonrisa que tenía Leon en la cara aún no se le desaparecía.

Ya no volvió a insistir. Leo estaba demasiado enojado para hablarle, por lo que ese día, desapareció de su vista. Ni hizo acto de presencia y Leon tampoco lo extrañó.

El pasar de los días, la monotonía de las clases no había cambiado en absoluto para Leon. Pero cuando tocaron en la puerta de la casa de él, justo antes de que se dispusiera a marcharse a la universidad para ir a su próxima clase de la tarde, le sorprendió ver a un oficial parado a punto de dar golpes en el portón de metal. Quizá no se sorprendió tanto.

Leon se mostró sorprendido, más su expresión se relajó y terminó regalándole una sonrisa amable.

—¿Lo puedo ayudar en algo, oficial? —preguntó.

El recién llegado miró por encima de Leon, analizando con suspicacia el interior de la casa.

—¿Leon Osvaldo?

—Dígame.

—¿Puede darme unos minutos de su tiempo?

León miró el reloj de su teléfono que sacó del bolsillo de su pantalón para fingir andar de prisa.

—Mi siguiente clase empieza en veinte minutos, pero supongo que puedo escuchar lo que tenga que decirme. Pase —dijo, mientras se hacía a un lado y le abría la puerta con confianza.

Lo cierto era que a León no le importaban sus clases. Miró al oficial dar su primer paso al interior seguro y tan pronto lo hizo, cerró la puerta detrás para quedar a oscuras. Justo enfrente se encontraba un pasillo inmenso y oscuro, con apenas una pequeña iluminación al fondo que lograba dejar el lugar en penumbra. Y por supuesto, había alrededor de cinco luces puestos para alumbrar únicamente el corredor, y Leon no encendió ninguno por diversión, pereza y para molestar a su visitante. Le divertía imaginarlo apoyarse en la pared, calculando sus pasos, con el temor de tropezarse con algo en el trayecto.

Juego carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora