8. Uno contra el mundo

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—Me gustaría recuperar mi memoria perdida —balbuceó Leon, que permanecía sentado sobre el pequeño sillón situado al pie de la cama.

Su acompañante lo miró con interés.

—Podría contarte todo desde el comienzo —sugirió él medio en broma—. Podría, Leon, desvelarte tu pasado. —Soltó una leve carcajada—. Además, ¿quién más podría refrescar tu memoria si no soy yo?

—Tienes razón —concluyó Leon, perdido entre la duda que se asomaba en las rendijas de su mente revuelta—. Cuéntame todos los sucesos que acontecieron antes de tu muerte, hermano.

Un silencio ensordecer envolvió el ambiente entre los dos. Las manecillas del reloj enorme colgado en la pared del pasillo no cesaban su habitual «tic, tac», ese único sonido junto sus respiraciones pausadas, hicieron que Leon comenzara a sentirse inquieto e inseguro mucho antes siquiera de escuchar el comienzo del relato que Leo iba a contar.

La ansiedad y el deseo de saber comenzaban a hacerse presente en él, quemándolo por dentro. Leon no sabía de dónde provenían esos sentimientos desgarradores, pero con certeza él podía decir que, si no lograba liberar esa emoción, acabaría por consumirlo.

No recordaba cuándo había empezado a cambiar o si siempre formó parte de su esencia o quizá lo fue adquiriendo con el paso del tiempo; se sentía intrigado, pero la naturaleza de su sentir poco le importaba en realidad. Era de las personas que prefería vivir al máximo, sin arrepentimientos, dejándose llevar por sus impulsos más alocados y criminales, pensando que tiempo habría después para meditar sobre sus acciones.

O eso especulaba.

A Leon le interesaban pocas cosas.

Hacía calor como era de costumbre... —comenzó el hermano de Leon a relatar.

Hacía calor como era de costumbre. La temperatura de la tarde seguía siendo igual de sofocante e insoportable como del mediodía. Tal vez se debía al partido de futbol que empezó con su hermano mayor después de terminar el almuerzo. Leon llevaba ese día una camiseta blanca con un pequeño short verde musgo, y tenía el rostro empapado de sudor y con manchas de polvo en la barbilla y las mejillas. Se sentía abatido, exhausto. Y con hambre.

Sobre todo, con mucha hambre.

Podía escuchar el rugido de su panza tronar exigiendo por algo de alimento.

—Tengo hambre.

Y parecía no ser el único.

La voz aguda de su hermana pequeña lo tomó desprevenido.

—No podemos entrar a la casa, Rosa —balbuceó Leon, rozando apenas con la punta de sus dedos las mejillas enrojecidos de la niña.

—Sí, Rosita, papá y mamá podrían regañarnos si entramos ahora —finalizó Leo. Con una media sonrisa, agregó—. Pero podría entrar a escondidas por la carne que dejé guardado del almuerzo.

—Papá y mamá están peleando, te pegará si te descubre—aclaró Leon. Introdujo sus dos manos en sus bolsillos, buscando, mientras mordía el interior de sus labios—. Pero tengo un quetzal, podríamos comprar golosinas —agregó con entusiasmo, como si la moneda insignificante pudiera apaciguar el hambre voraz de tres niños. Con orgullo, extendió la única moneda frente a sus hermanos.

Leo farfulló despacio.

—Bueno —cedió con desgana.

Los tres tomados de las manos y dejando a la pequeña niña en medio, caminaron a la tienda más cercana. Para cuando regresaron de vuelta frente la puerta de una enorme casa blanca, los niños miraron a su padre salir a pasos apresurados y con el rostro enrojecido. Como un acto reflejo, los niños llevaron sus manos a la espalda para ocultar el paquete de golosina y la galleta de chocolate que habían ido a comprar.

Juego carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora